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El patriotismo homófobo de Putin a referéndum popular

Putin

Ruth Rubio

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El martes pasado tuvo lugar la segunda y decisiva lectura en la Duma, el Parlamento ruso, de la propuesta de reforma constitucional planteada a inicios de enero y por sorpresa por el presidente Vladimir Putin. Muchos sospechaban que lo que Putin buscaba no era sino la forma de perpetuarse en el poder después del 2024, al finalizar lo que habría de ser su cuarto y último mandato presidencial. La sospecha parece haberse confirmado ahora, después de que una “inesperada” propuesta presentada por la cosmonauta Valentina Tereshkova (aprobada por 380 votos a favor y 44 en contra) permita que en las elecciones presidenciales de 2024 no cuenten como limitación los períodos de mandato anteriores, lo que supondría que Putin podría presentarse y optar a 12 años más en el Kremlin, en una presidencia que pasaría a tener poderes reforzados.

La propuesta de reforma constitucional contiene toda una batería de medidas, algunas de las cuales parecen especialmente destinadas a suscitar su apoyo popular; apoyo necesario para que el próximo 22 de abril sea ratificada en un referéndum en el que la ciudadanía tendrá que votar y decidir si acepta o no las reformas en su conjunto.  Así, se contemplan, por ejemplo, la subida de las pensiones de acuerdo al índice de inflación o la adopción de un salario mínimo por encima del umbral de pobreza. Se unen a estas otras medidas populistas que también buscan suscitar el entusiasmo entre las masas, medidas destinadas no a alimentar el estómago, sino el espíritu, con un sentimiento nacional que Putin lleva cultivando más de una década. Se trata de la sanción en el nuevo texto del matrimonio como la unión entre el hombre y la mujer (es decir, de la exclusión constitucional del matrimonio homosexual) así como de una mención a la fe del pueblo ruso en Dios que, ignorando el carácter ateo de la Unión Soviética y apartándose del secularismo de la actual Constitución Rusa de 1993, evoca a unos lejanos, lejanísimos antepasados.

Lo cierto es que, de prosperar, no será Rusia el primer país de la antigua Unión Soviética que acuda a la reforma constitucional para cerrar la vía al reconocimiento del matrimonio igualitario. La lista de países que en la región han precedido a Rusia es bastante larga e incluye, sólo en las dos últimas décadas, a Latvia (2006), Serbia (2006), Montenegro (2007), Hungría (2012), Croacia (2013), Eslovaquia (2014), Armenia (2015) y Georgia (2018). Una prohibición constitucional del matrimonio homosexual pues en forma de contrapunto si observamos el fenómeno inverso de su expansión por vía legislativa en Europa Occidental durante el mismo periodo temporal: Países Bajos (2001), Bélgica (2003), España (2005), Noruega (2009), Suecia (2009), Islandia (2010), Portugal (2010), Dinamarca (2012), Francia (2013), Reino Unido (2014), Irlanda (2015), Luxemburgo (2015), Malta (2017), Finlandia (2017), Alemania (2017) y Austria (2019).

Sobra decir que en cada país la constitucionalización del matrimonio heterosexual ha respondido a las circunstancias de un contexto específico, pero en conjunto lo que se observa en las reformas recientes es el reflejo de un conservadurismo tradicionalista y de la creciente influencia de las respectivas iglesias confluyendo para frenar lo que se percibe como el símbolo por antonomasia de la “degeneración moral de occidente” (el matrimonio gay) seguido solo en los últimos tiempos por otro aún peor, como sería el reconocimiento de la identidad sexual subjetivamente sentida de las personas trans. En este sentido, aunque Rusia no haya sido la pionera a la hora de anclar constitucionalmente la homofobia, Putin sí lleva años pretendiendo consolidar su rol de líder mundial en valores tradicionales, desde un occidentalismo ruso alternativo. La reforma constitucional, de ser aprobada por el pueblo, cosecharía pues el triunfo de una labor de años.

Y es que aunque el partido de Putin, Rusia Unida, careciera en su origen de otra ideología que no fuera la lealtad al propio Putin, desde 2011-2012 el partido se ha identificado de forma creciente con los sectores más fundamentalistas de la Iglesia Ortodoxa y con la defensa de los “valores tradicionales”. Estos “valores tradicionales” se han convertido en el continente principal del proyecto nacional ruso, en un intento populista de unificar interna y externamente al país. Internamente, cohesionando una población cada vez más aquejada de penurias económicas; externamente, en un ademán de excepcionalismo mesiánico que presenta a Rusia como a la salvadora de los verdaderos valores europeos definidos en torno a la tradicional familia heterosexual, gesta aplaudida por quienes desde Europa y Estados Unidos denuncian “el suicidio” de la civilización europea.

La ideología de los valores tradicionales se ha usado para articular una oposición no solo frente a los matrimonios del mismo sexo, sino también frente al aborto o a la educación sexual en los colegios. En su oposición a la llamada “ideología de género”, la Rusia de Putin se sitúa en contraposición a lo que describe como un occidente decadente (con una Europa enferma que heredó de los Estados Unidos las simientes de su decadencia)  y trata de conquistar el estatus de líder mundial capaz de aglomerar las fuerzas tradicionalistas, conservadoras y de extrema derecha, así como de desestabilizar a la propia Unión Europea reforzando sus facciones más euroescépticas. Todo esto se entiende mejor si tenemos en cuenta que muchos rusos asocian el descenso de su poder a escala global con la apertura y la liberalización del país en los 90, coincidiendo con la liberalización sexual que permitió, entre otras cosas, salir del armario a su población gay.

Entre los autores críticos se habla del rol de la homofobia política de Rusia en la defensa de su soberanía moral (Cai Wilkinson) y de la soberanía sexual rusa como nueva forma de política exterior (Alexander Baunov). Estos marcos teóricos permiten comprender la correlación entre el desarrollo en Rusia de políticas anti-occidente y políticas anti-gay, siendo tal vez la más notoria de estas últimas la ley que prohíbe la propaganda de relaciones no-tradicionales (es decir, homosexuales) entre menores, aprobada en 2013 y condenada por la Corte Europea de Derechos Humanos. Pero también permiten comprender incidentes del día a día de la historia reciente del país y de su sociedad. Me refiero, por ejemplo, a la condena de las cantantes de Pussy Riot (denunciando en su música el “exilio a Siberia del orgullo gay”) a dos años de cárcel por incitación al odio contra el sentimiento religioso en 2012;  a la condena en la cadena pública de televisión rusa de la victoria de Conchita Wurst, la cantante austríaca que actuó con vestido largo y barba en el Festival de Eurovisión 2014 (se dijo en la retransmisión en directo que tal victoria simbolizaba “el funeral de la UE, el réquiem para Europa”); o la celebración del conocido Foro Internacional de Familias Extensas y del Futuro de la Humanidad, en un mano a mano entre el Kremlin y la Iglesia Ortodoxa ese mismo año.

Y aún así, Putin tiene que hacer bien sus cálculos. Los referéndums para sancionar el matrimonio heterosexual en los países vecinos han tenido éxito a veces (como en Croacia en 2013) pero no siempre. Fracasaron en Eslovaquia en 2015 y en Rumanía tanto en 2006 como en 2018, en ambos países por insuficiente participación popular. En este sentido para gran parte de la población el referéndum será no solo la oportunidad para expresar su conformidad o no con la perpetuación de Putin en el poder prácticamente hasta el final de sus días, sino para comprobar si sus conciudadanos han comprado o no la idea de que la “ideología de género” que se les ha tratado de imponer desde Europa lesiona la soberanía sexual de la nación rusa y ofende sus valores tradicionales. Aunque puede que al final lo que decida siga siendo el estómago.

 

 

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