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Yo, privilegiada

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“Que el privilegio no te nuble la empatía”, recibí en mi móvil a principios de año, a modo de felicitación. Oh, no, otra vez no. Es la enésima que escucho la misma cantinela, pronunciada por gente querida que, además de estar concienciada en la cosa pública, los feminismos, los derechos humanos, la ecología, la solidaridad y la lucha de clases, hasta el momento nunca dieron señales de tragar y regurgitar consignas sin pensarlas previamente. “Somos unos privilegiados”, “sé que hablo desde una posición de privilegio”, “yo, que sé que soy una privilegiada…”: este es el mantra loquísimo que escucho a menudo en boca de personas que tienen contratos precarios, cobran salarios por debajo del mínimo, comparten piso con otros tres, se han hartado de hincar los codos para sacar su carrera o han tenido que demostrar su valía por activa y por pasiva para que la eligieran a ella, en vez de al sobrino del jefe, para un puesto de trabajo. “Yo, privilegiada”, decimos, para referirnos a los menguantes derechos humanos, sociales y laborales que conservamos, y a las libertades fundamentales que nos van quedando. “Yo, privilegiada”, decimos, para referirnos a condiciones a veces precarias que hemos alcanzado con muchísimo esfuerzo. “Yo, privilegiada”, decimos, quienes en la vida sabremos qué es gozar de privilegio ni prebenda alguna. Vaya gol por la escuadra, qué disonancia entre discurso y realidad.

Definitivamente, a más de uno -que con acierto intuye que cambiar el mundo comienza en los dentros de cada cual- se le está yendo la mano en la autoinculpación, en el golpe de pecho y en la autoflagelación. Quizá sea por compensar las actitudes de la derechísima, cuyos integrantes suelen exhibir el talante opuesto, cojonudo, sobrado, vacilón. En los últimos años he presenciado actos de contrición sanísimos, catárticos y liberadores, pero también otros en los que, quien entona el mea culpa, parece querer expiar en propias carnes los pecados civiles de toda su estirpe, clase, fenotipo, pueblo o género, cuando eso no es posible, ni necesario, ni deseable. Con revisarse cada cual a sí mismo y en su rol y grupo, y ponerlo en común, y escuchar las experiencias similares de las demás gentes y colectivos, sería bastante para tomar conciencia y actuar en consecuencia sin necesidad de fustigarnos. Pero se ve que no hay manera: una y otra vez vuelvo a escuchar la letanía del “yo, privilegiada”.

Yo no soy una privilegiada por poder calentarme las manos en una estufa ni por comer caliente. Yo no soy una privilegiada por haber gozado de una beca del estado mientras estudié la carrera. Yo no soy ninguna privilegiada.

Tremendo el cambiazo: a los derechos humanos, sociales, civiles y políticos, conquistados a lo largo de los siglos con tantas fatiguitas, los llamamos ahora insistentemente privilegios. Yo no soy una privilegiada por tener un techo y por el hecho de que haya demasiada gente que no lo tiene. El derecho a una vivienda digna viene en la Constitución Española, no en el folleto del IKEA. Yo no soy una privilegiada por ser columnista en un país donde en muchísimos diarios –debo decir que este desde el que les escribo no es el caso- apenas hay escritoras que puedan exponer su mirada y opinión. Sostener algo así sería sinónimo de no creer en mi letra ni en lo que he estudiado y publicado antes de estar aquí. Sostener algo así sería la antesala de tener un síndrome de la impostora de caballo; sería olvidar injustamente el afán y el amor que dedico a mi oficio. Yo no soy una privilegiada por poder decidir si interrumpo voluntariamente mi embarazo en los plazos establecidos, ni porque en cada vez menos países esto sea posible. Yo no soy una privilegiada por poder calentarme las manos en una estufa ni por comer caliente. Yo no soy una privilegiada por haber gozado de una beca del estado mientras estudié la carrera. Yo no soy ninguna privilegiada.

Privilegiado es Boris Johnson, que puede incumplir la norma que él mismo ha establecido. Privilegiados son los que engrosan la lista de los que tiraron de tarjetas black para sus gastos privados. Privilegiada sería Ana Rosa Quintana –siempre según la última versión de Villarejo, que asegura haberle hecho ciertos favores para resolver desmanes de su “maridito” (sic)-. Y quiere serlo de mayor Novak Djokovic, si alguna vez logra saltarse a piola las normas de los países democráticos donde juegue. Privilegiado es el hermanito si, a diferencia de la hermanita, los padres lo eximen de hacer la cama y poner la mesa. Privilegiada es la que jamás ha tenido que preocuparse por cómo subsistir porque viene de alta cuna. Privilegiado es el que puede saltarse, con una llamada de teléfono, una lista de espera. Todas ellas y todos ellos son los privilegiados, y no quienes tenemos un lugar donde vivir, o la posibilidad de invitar a una ronda, ni quienes estudiamos con una beca. Nosotros, los no-privilegiados, nos podemos sentir contentos de tener libertades y derechos, responsables de no perderlos y orgullosos de haber alcanzado, con tesón y suerte, unas condiciones de vida más o menos dignas.

Mientras muchas libertades y derechos decaen de facto (la sanidad pública en tenguerengue, pongo por caso grave), entonamos el “yo, privilegiada”. Mientras las condiciones de vida no mejoran para muchos (somos esa generación que no vivirá mejor que la de sus padres), entonamos el “yo, privilegiada”.

 Y no. Yo no soy ninguna privilegiada. ¿Y usted?

 

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