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Se vende miedo

Miedo

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“Unos intrusos han entrado en el chalet de abajo -dice una voz interior en la cuña de la radio-, ahora mismo llamo para que me instalen una alarma”. Así suenan, chispa más o menos, los anuncios de Securitas Direct, que ya se ha llevado algún toque serio por parte de Autocontrol. Es miedo a granel. Te venden jindama y, a continuación, la alarma. Cave canem. También venden envidia (“Todos los vecinos tienen alarma menos nosotros, Manolo”“) y fakes futuribles (”A ver si, para dos días que nos vamos de vacaciones, nos van a entrar okupas“. Lo dicen como si ello fuera algo habitual, algo que desmienten las cifras del INE. Para hacerse de oro, las empresas de seguridad no necesitan ladrones sino acrecentar nuestra sensación de miedo e inseguridad. ”Están robando en la zona! En el tiempo que usted tarda en leer este mensaje, un ladrón ha podido abrir su puerta convencional. PROTEJA LO QUE USTED MÁS QUIERE“, grita en letras rojas el folleto que sostengo ahora mismo en las manos. Se trata de una cerrajería que hace constar su móvil, pero evita incluir su nombre en el panfleto, lo que me hace pensar que el dibujito del hombre con pasamontañas que ilustra el texto representa al dueño de la empresa más que a un ladronzuelo. 

Lo de los vendedores de alarmas y candados es la parte más tosca y visible de las sofisticadas maneras actuales de dispensar miedo y administrar lentamente la pérdida de derechos y libertades. La salud y la enfermedad, la vida y la muerte son lo más importante y, por ello, un lugar especialmente fértil para sembrar un miedo que venda biblias de vida sana, superalimentos, ejercicios físicos marciales, pildorillas… hasta que, el día menos pensado, mientras te estás comiendo con gula el bocadillo, alguien te suelta que comer trigo es malísimo, prácticamente mortal. Aunque no seas celiaca, escupe, ¡puaf!, caca. Lo ha dicho el chamán de turno. “De algo hay que morir”, respondo, sacudiéndome las migajas de la pechera. Donde dicen “trigo”, mañana dirán “leche”, “altramuces” o “garbanzos de Fuentesaúco”.

Me pregunto hasta qué punto es bueno que un centro sanitario tenga el objetivo de ser rentable, y qué posibles repercusiones puede conllevar en la gestión del miedo pasar de tratar pacientes a tener clientes.

La pandemia, y la situación de estrés en la que ha puesto a la sanidad pública, ya de antes asediada por distintos flancos, ha sido un nicho de mercado fabuloso para la sanidad privada. Solo en televisión, la publicidad de seguros médicos privados se multiplicó casi por cinco con la llegada del coronavirus, según la Sociedad Española de Anunciantes. En torno al hospital privado que hay en mi barrio han crecido anexos, laboratorios, centros de diagnóstico o de fisioterapia, cafés…, en una especie de complejo hospitalario repentino. Por la calle transitan, con verdadera agitación, gentes con muestras, sobres, bolsas de farmacia. En la serie New Amsterdam, el nuevo director médico del hospital se ventila a todo el equipo de cirugía cardiaca porque están anteponiendo la facturación (y con ella, operaciones a corazón abierto que eran prescindibles) a los cuidados. Esta escena de ficción hace que me pregunte hasta qué punto es bueno, incluso para los propios asegurados, que un centro sanitario tenga el objetivo de ser rentable, y qué posibles repercusiones puede conllevar en la gestión del miedo pasar de tratar pacientes a tener clientes. La deontología profesional, en este caso, tiene que vérselas a caraperro con el capital.

“¿Sabes que tienes puntos negros en la zona T?”, me informa. Suelta la pinza de las cejas y me planta la luz blanca y un espejo de aumento en las narices. Vistos así, no son puntos, son agujeros negros. Aunque rechazo la oferta de limpieza de cutis (no tengo previsto que nadie, ni yo misma, me escrute la napia con tanto ahínco), continúa comentándome la diferencia entre el bótox y el ácido hialurónico. Me aclara que ciertos “retoquitos” no son cosas para viejas, que es el momento perfecto para comenzar y que, incluso, ya voy tarde… El tratamiento, sin lugar a dudas, realzaría estos labios míos, que son una puñalaíta en un cartón (y a mucha honra) y borraría los signos de la edad. Yo, que había entrado al centro de estética cejuda pero carilucia, salgo con la sensación de tener el careto de una bruja. El miedo a perder la belleza y la juventud es el gran negocio. Su público objetivo somos las mujeres (sin belleza y lozanía pareciera que no nos merecemos nuestro nombre), pero se amplía cada vez más a los hombres. Es de nuevo miedo al contacto con la vida y su materia orgánica: más que cuidarnos, luchamos contra nosotros mismos. De nuevo ejercicios marciales, no porque sean divertidos, no por jugar, no por dar rienda a la vitalidad: son reventaderos y sacrificios contra el pánico.

Mientras tanto, el verdadero tío del saco, el verdadero coco que asoma en todas las nanas, campa a sus anchas por dentro y por fuera de cada cual. Que se lo digan si no a Carl Gustav Jung. El miedo y sus parches es inversamente proporcional a la verdadera libertad. Lo peor de esta condena –añadiría la poeta Isabel Escudero, y así lo canta, hasta que nos lo aprendamos, Rocío Márquez- es cogerle el gusto a las cadenas. 

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