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El fetiche ideológico de la 'civilización occidental'

El PP, dispuesto a apoyar el decreto de la nueva normalidad pero rechaza una nueva alarma

Alejandro García Sanjuán (Universidad de Huelva)

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El asesinato de George Floyd a manos de un policía blanco en Minneapolis el pasado día 25 de mayo ha generado una amplia oleada internacional de protestas antirracistas que, sobre todo en Estados Unidos, se ha manifestado en algunos casos en forma de ataques contra símbolos históricos asociados al racismo, el esclavismo y el colonialismo, confirmando, así, que los procesos de transformación social suelen ir acompañados de una nueva relectura del pasado.

Cada día más desquiciada ante la perspectiva de cuatro años de gobierno progresista y henchida de indignación ante las agresiones a monumentos vinculados a figuras históricas de la conquista de América, la ultraderecha española no ha dudado en proferir burdas justificaciones del colonialismo y de la trata de esclavos africanos en términos de ‘progreso para la humanidad’, exaltando la autoproclamada ‘civilización occidental’ como reserva espiritual de la humanidad y exonerándola de cualquier culpa por el asesinato de un ‘delincuente habitual negro’.

Dadas las características de su pasado, la península ibérica resulta particularmente importante a la hora de analizar fenómenos históricos que tienen que ver con problemas asociados a la conflictividad religiosa y étnica y sus secuelas de dominación, discriminación y esclavización. Durante la Edad Media, la presencia de dos sociedades distintas, cristiana e islámica, se resolvió de forma violenta con la liquidación de los musulmanes tras la conquista de Granada en 1492 por los Reyes Católicos, tras un proceso de Reconquista que los sectores conservadores han presentado tradicionalmente en términos de lucha de liberación nacional.

La época moderna, asimismo, estuvo fuertemente marcada por el signo de los conflictos asociados a la religión y la pertenencia étnica, no solo por los problemas derivados de la colonización americana, sino también por la traumática expulsión masiva a comienzos del siglo XVII de unos 300.000 moriscos, la antigua población musulmana cuya forzosa conversión al catolicismo no los libró de ser finalmente deportados de su país. Todavía en pleno siglo XVIII, la época de las luces y la Ilustración, los gitanos, llegados a la Península durante el siglo XV, fueron objeto de un frustrado proyecto de exterminio, la conocida como ‘gran redada’ de 1749, unos hechos que apenas son conocidos entre buena parte de la ciudadanía española.

La utilización del pasado

A pesar de la existencia de una amplia y rigurosa tradición académica de estudios de todos estos fenómenos, la reacción conservadora a las protestas antirracistas revela los profundos complejos que continúan lastrando a dichos sectores, cuya visceral defensa de ciertos fetiches ideológicos se asocia a fuertes dosis de ignorancia y desprecio al conocimiento histórico. Inasequible al desaliento en su permanente competición patriotera con la ultraderecha, Pablo Casado proclamaba sin rubor en uno de sus ya clásicos arrebatos mitineros que la hispanidad constituye “el hito más importante de la humanidad, solo comparable con la romanización”. Estas declaraciones no solo sugieren que el actual líder del PP debió adquirir sus conocimientos históricos de la misma forma que su titulación académica, sino que ratifican que la utilización del pasado como instrumento de exaltación de la grandeza histórica de los pueblos constituye una genuina expresión del pensamiento fascista.

No muy diferente es la perspectiva que insisten en difundir los medios conservadores al proclamar que ‘la conquista española de América no exterminó las razas indígenas, sino que creó con ellas el fecundo mestizaje’. Al parecer, pretenden convencernos de que los colonizadores fueron generosos filántropos amantes del multiculturalismo que tuvieron la inmensa deferencia de ir hasta América para crear el mestizaje. Del mismo modo, sectores propagandísticos de la ultraderecha católica vienen a plantear que habría que dar las gracias al cristianismo, no solo por las apreciables mejoras introducidas en la condición de los esclavos, sino incluso por haber abolido la esclavitud ya en la Edad Media.

Para tener una idea menos idealizada de la contribución del cristianismo en este ámbito basta echar un vistazo a los códigos legales de los reinos de la Europa altomedieval, en cuya abundante normativa sobre esclavos se los equipara con los animales, quedando, así, reducidos a la condición de ganado humano. En realidad, ni siquiera la verdadera abolición legal de la esclavitud a partir del siglo XIX dio paso a la igualdad y la reparación, sino a la discriminación, la segregación y el apartheid, como demuestran los casos de países tan profundamente cristianos como Estados Unidos y Sudáfrica, y ello hasta bien entrado el siglo XX.

Obviamente, intentar demonizar una realidad tan amplia y compleja como el cristianismo resulta, en términos históricos, tan absurdo y simplificador como la pretensión de idealizarlo. Lo que resulta llamativo es comprobar que el verdadero objetivo de quienes ponen tanto empeño en denunciar la acuñación de visiones idílicas de ciertas realidades históricas basadas en creencias religiosas ajenas no consiste, en realidad, en generar un conocimiento más objetivo y equilibrado, sino sencillamente en establecer una cortina de humo respecto a la permanente idealización de las creencias propias. Haciendo caso omiso de los mandatos de su propia fe,ven la paja en el ojo ajeno en lugar de la viga en el propio.

Este, y no otro, es el verdadero sentido del fetiche de Europa como cuna de la ‘civilización occidental’ y única depositaria de los valores de la libertad, la democracia y el progreso de la humanidad: un viejo y gastado mito supremacista destinado a justificar ciertas atrocidades del pasado, en especial aquellas que más incomodan a la derecha cristiana. Como si la ‘civilización occidental’ pudiese reducirse a una sublime sucesión de filosofía griega, arquitectura renacentista, música barroca y revolución francesa, ignorando el colonialismo, el racismo, los campos de concentración y las cámaras de gas.

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