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El síntoma y el diagnóstico

Montaje de Oleanna, de David Mamet. /Foto: Miguel Ángel de Arriba

David Montero

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OLEANNA de David Mamet.

Lugar: Teatro Lope de Vega. Jueves, 30 de noviembre. Sevilla.

Aforo: un cuarto.

Dirección: Luis Luque.

Intérpretes: Fernando Guillén Cuervo y Natalia Sánchez.

Estenografía: Mónica Boromello.

Iluminación: Juan Gómez Cornejo.

Vestuario: Almudena Ramírez.

Producción: Jesus Cimarro y Xabier Aguirre.

David Mamet (Chicago, 1947), uno de los dramaturgos más importantes de los últimos cuarenta años, no se representa en España en la cantidad y con la asiduidad que debiera. Oleanna, uno de sus mejores textos y, sin duda, el que más polémica provocó en su día, se presentó este fin de semana en el Teatro Lope de Vega de Sevilla, en la tercera producción en castellano de este texto del autor estadounidense.

La obra cuenta la historia de Carol, una alumna universitaria que acude al despacho de su profesor a revisar su examen. El encuentro entre ambos se convierte en una confrontación verbal cuya intensidad irá creciendo hasta convertirse en batalla campal entre dos personajes y dos formas de ver el mundo. Dos formas que se creen opuestas, pero que se parecen más de lo que querrían reconocer. Y probablemente se necesitan.

Oleanna, como recuerda el programa de mano, se estrenó en 1992, coincidiendo con el proceso contra el juez Thomas, candidato al Tribunal Supremo de EEUU, por acoso sexual a una profesora universitaria. La obra trata (entre otros temas) del abuso de poder y el acoso sexual. Y, justamente, la obra se representa en Sevilla coincidiendo con el final del juicio dolorosamente célebre a la también dolorosamente célebre “manada”. Puede parecer una casualidad, pero no lo es: es la constatación de que tanto el acoso como el abuso de poder (y el habitual cocktail en que se mezclan ambos) son algo tristemente habitual en nuestras sociedades (la americana y la europea).

La función transcurre en tres momentos distintos, pero siempre en el despacho del profesor y a solas entre él y su alumna. Sólo les interrumpe de vez en cuando el teléfono de él al que llaman, a veces es su esposa y otras su abogado y amigo. La propuesta escenográfica hace del despacho una especie de escenario dentro del escenario con su austero mobiliario (mesa del profesor con su sillón y otra silla para la alumna). El vestuario nos trae a ambos personajes a la actualidad y con leves cambios, trata de ir ayudando a contar el profundo proceso de transformación de ambos. La iluminación, en la que tiene especial presencia una fila de focos “a vista” al fondo va ensombreciéndose sutilmente como consecuencia de la batalla que establecen ambos personajes.

Batalla verbal

El planteamiento de la dirección se apoya en estos elementos como asideros, pero juega su carta fundamental en el trabajo de los intérpretes y la fuerza del texto de Mamet. Así, Fernando Guillén y Natalia Sánchez deben entregarse a un combate que es oral y, por tanto, físico hasta sus últimas consecuencias. Ambos defienden con convicción y credibilidad sus respectivos roles: profesor “progre” que va de rebelde pero es parte indisoluble del sistema de educación que critica; y alumna que ha hecho grandes esfuerzos para estar en la universidad (recordemos que la obra original está ambientada en origen en EEUU donde la educación universitaria no es gratuita) en la que se siente una extraña.

Ella quiere subir la nota, él le hace ver los fallos del examen con un paternalismo discplicente. Para mi gusto, se subraya innecesariamente la pedantería de él y la timidez de ella en toda la primera parte. También en esta primera parte, aprecio un cierto desajuste en el tono general, como si no supiera bien si asisto a una comedia o un drama. Pero luego, la obra adquiere un pulso más firme y se me olvidan los peros para entregarme a la historia, a una lucha de poder “a muerte” que está a mitad de camino entre La lección de Ionesco y La mancha humana de Roth.

Oleanna no se agota en esos dos temas tan espinosos: abusos de poder y acoso sexual. De hecho, por ratos estoy tentado de decir que Mamet los utiliza para hablar en realidad de otras cosas. Están, por ejemplo, la corrección política y sus excesos (¿abusos?). También la ambición profesional (¿legítima?, ¿funesta?) o el poder visible y el invisible. En todos estos temas, el autor mantiene una ambigüedad en sus planteamientos que nos inquieta y nos obliga a pensar. Sólo en un asunto parece ser rotundo: en su denuncia de la insuficiencia del lenguaje como medio de comunicación entre humanos. Este sustrato de la historia me parece fundamental: los balbuceos, las interrupciones mutuas, las reiteradas confesiones de no entender al otro/la otra,… No es casualidad que la primera producción londinense del texto la dirigiera Harold Pinter, uno de los grandes indagadores en las fallas del lenguaje y la comunicación humana.

La ambigüedad humana

Hasta aquí todo perfecto: un clásico contemporáneo interpretado por actores con cierta notoriedad cinematográfica y/o televisiva, con producción privada y puesto en escena con profesionalidad y rigor.

El problema, para mí, es que la lectura que se hace de la obra le quita su elemento fundamental: la ambigüedad del acontecimiento y, por tanto, la lectura que hacemos de él. Me explico. En el original, los hechos están justo en el límite del abuso de poder y, sobre todo, del acoso sexual. Es decir, no asistimos a la evidente comisión de un delito. Sin embargo, en la propuesta que vimos en el Lope, sí que es evidente la comisión del delito. Elegir la evidencia o no, implica respectivamente eliminar o potenciar la ambigüedad que no es moral sino humana, demasiado humana. Esta ambigüedad es lo que hace la obra tan profundamente perturbadora y la convierte en uno de los grandes dramas contemporáneos. La propuesta es legítima, sin duda. Pero creo que, como la inercia bienpensante del presente nos lleva a ponernos casi de partida en contra de él, cualquier decisión que empuje en ese camino le resta complejidad al discurso.

No es fácil tratar estos temas en la vida. Ni en el teatro tampoco. Ni siquiera aquí, en una crítica. La sensibilidad social ante estos asuntos de género y de abuso de poder ha ido (afortunadamente) en aumento. Y aún queda mucho por hacer. Pero la indignación, que es una emoción legítima y necesaria, no puede convertirse en protagonista principal y casi único del análisis intelectual de los acontecimientos. Una cosa es visibilizar y luchar contra el abuso, y otra el escarnio y linchamiento público; cuando no la recuperación del ojo por ojo y hasta la defensa de la pena de muerte. El horror de la violencia necesita templanza, arremangarse el odio, distinguir el desahogo (privado) de la justicia (pública), entender que el respeto a las víctimas exige moderación y, sobre todo, asumir que la calidad de la sociedad y la convivencia se juega no sólo en cómo tratemos a las víctimas sino también (y sobre todo) en cómo tratemos a los verdugos. A eso nos ayuda Oleanna, nos ayuda Mamet, nos ayuda el teatro: señalando el síntoma antes que dictando un diagnóstico.

Si tienen oportunidad, vayan a ver la función. Quizá remueva alguna de sus convicciones. Lo que es muy saludable. Si no tiene la oportunidad, léanla. En cualquier caso, no saldrán indemnes de la experiencia.

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