La cripta de las mil calaveras
Todo en el panteón de los condes de Buenavista recuerda a muerte. Decenas de calaveras motean de blanco el techo negro, y alrededor de las figuras de escayola de los condes, que se miran de frente a un par de metros de distancia, danzan los esqueletos y las representaciones del final del paso por la vida terrenal. Es difícil concebir diseño más lúgubre que el de esta cripta en el Santuario de la Victoria de Málaga, campeona de lo siniestro aunque solo sea por acumulación: apenas hay hueco para una calavera más en esta pequeña sala de planta cuadrada de unos ocho metros de lado. Aquí puede cada uno escoger su representación favorita de la muerte: figuras con doble rostro y esqueletos que sujetan espejos o relojes de arena a punto de consumirse. La simbología da para esto y para más.
“Es el señor Unzurrunzaga quien hizo la decoración… Yo no sé en qué estaría pensando”, comentaba con sorna Jorge, uno de los guías de Cultopia, durante la última visita “a la luz de las velas”. Felipe de Unzurrunzaga es el arquitecto que dirigió, a finales del siglo XVII, la reforma del entonces convento de la Victoria. Cuando el reconocimiento social se compraba con dinero para la Iglesia, el primer conde de Buenavista (José Francisco Guerrero Chavarino) pagó las obras a cambio de que se le reservara una cripta a él, a su señora y a sus descendientes. Concebida la reforma como un conjunto vertical, la planta baja alberga los cuerpos de los condes: él, fallecido en diciembre de 1.699, apenas meses antes de que la obra concluyese; ella, supérstite durante cerca de 15 años.
Sus figuras, ambas en posición de rezo, se miran de frente en el espacio protagonista de la cripta. A su alrededor, todo es muerte y un espectáculo del desasosiego. Hay guadañas, espejos, balanzas con las que enjuiciar la vida, cirios y relojes de arena. Hay figuras de doble rostro, esqueletos que reposan sobre los tambores del apocalipsis y representaciones del pecado original. Todo en yeso, porque en Málaga no se disponía ni de mármol, ni de tiempo o dinero para importarlo. La escasa altura de la estancia, apenas tres metros, y el suelo a cuadros blancos y negros, como el de un tablero de ajedrez, aumentan la sensación de opresión. Para algunos historiadores, la cripta es la transposición arquitectónica de las “danzas de la muerte”, un género literario muy popular a finales de la Edad Media. No existen muchos monumentos funerarios tan lúgubres como este.
La insistencia en lo fúnebre condensa una concepción sobre el paso por el mundo habitual en el barroco: la muerte, que a nadie respeta, pone fin a una vida engañosa, y da paso a la vida auténtica. Por eso, explica Jorge, las escaleras hacia la torre-camarín del Santuario de la Victoria tienen un valor simbólico. Cuatro tramos (cada vez más luminosos) de doce escalones que dan a la capilla: “ Estamos purgando uno a uno todos los pecados. Lo importante es el acto de contrición: ya hemos visto el miedo. Aquí hemos venido a rezar”. El camino a las alturas de la torre es también el camino de la redención.
Y arriba, al final del camino, espera el camarín. Jorge se recrea en los momentos previos, juega con el misterio, antes de abrir la puerta: “Ya que habéis sido buenos, bienvenidos… al cielo”. Y entre las exclamaciones de sorpresa, se cuela algún exabrupto poco acorde al lugar de culto. El espacio casi circular dedicado a la adoración de la Virgen de Santa María de la Victoria es el epítome de lo barroco: una sala abigarrada de volutas y querubines adosados a las paredes que crece 22 metros hacia el cielo.
A esas paredes las recubren también centenares flores de un suntuoso vergel porque, explica el guía, mayo es el mes de las flores y también de la Virgen. En el centro de la estancia, la figura de la Virgen de la Victoria, alzada por cuatro mancebos apoyados en una bola del mundo y reflejada por cuatro espejos dispuestos en los laterales, que muestran, dicen algunos el triunfo de la Virgen sobre la muerte. Esa muerte que, apenas unos metros más abajo, parecía reinar sobre todas las cosas. “¿Dónde está, oh muerte, tu victoria?”, dice el sermón.