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En los discursos sobre igualdad de género, tendemos a celebrar avances simbólicos: leyes, representantes públicas, imágenes de progreso. Sin embargo, esa narrativa no nos debe cegar ante lo que persiste en carne viva. La violencia machista y la desigualdad recorren territorios menos visibles, especialmente entre la juventud. Allí, donde la libertad prometida convive con una vulnerabilidad estructural.
En lo que va de 2025, al menos dieciocho mujeres han sido asesinadas por violencia de género, un golpe brutal al tejido social que constituye una alerta roja. El sistema VioGén mantiene más de 104.000 casos activos, de los cuales más de la mitad corresponden a mujeres que tienen a su cargo menores. Al mismo tiempo, se confirma que el verano concentra una parte desproporcionada de los asesinatos y de la violencia vicaria. Estos crímenes no suceden al azar; son signos de que el abismo entre lo que proclama la ley y lo que vive la gente —especialmente las más jóvenes— sigue abierto.
Las cifras oficiales, aunque terribles, apenas rascan la superficie de un problema más profundo entre adolescentes y jóvenes. Save the Children ha revelado que el 97 % de jóvenes entre 18 y 21 años sufrió violencia sexual online antes de los 18: 'grooming', 'sexting' forzado, 'deepfakes' y difusión no consentida de contenido íntimo. Es una normalidad forzada, que entremezcla vulnerabilidad, exposición digital y silencio. Más aún, casi la mitad de adolescentes observa en su entorno casos de control de pareja a través de internet. Una violencia que no choca, sino que se filtra en los vínculos, se instala con naturalidad.
Cuando se habla de desigualdad, no podemos limitar la mirada a agresiones físicas. También hay violencia sistémica: precariedad laboral, doble jornada —donde el trabajo doméstico sigue cayendo casi exclusivamente sobre las mujeres—, falta de referentes, invisibilidad institucional. En esas grietas crece una juventud que escucha mensajes silenciosos: tú debes cuidar, tú debes adaptarte, tú debes callar. Y en ese “deber”, late también el germen de la violencia.
Peor aún, el negacionismo se expande como mantra. Uno de cada cuatro chicos jóvenes considera que la violencia de género no existe, y casi una de cada ocho jóvenes comparte esa opinión. No es desinterés: es estrategia cultural de desarme social, diseñada para debilitar la empatía, banalizar el miedo y normalizar lo inaceptable.
Pero si algo demuestra la vida cotidiana y las estadísticas es que no estamos indefensas. El incremento de denuncias y el descenso en asesinatos letales el año pasado muestran que la intervención sí funciona. El Estado y la sociedad responden, aunque con lentitud, a base de formación, protección institucional, protocolos y redes de acompañamiento. Cada denuncia, cada mujer que encuentra apoyo real, cada menor protegido, es una victoria contra la indiferencia.
La urgencia de acompañar a la juventud exige reforzar esta lógica. Una adolescencia libre y plena no puede depender sólo de protocolos o campañas: necesita pedagogías afectivas y digitales que lean el contexto real y el cuerpo joven. Necesita discursos que nombren sin culpabilizar, que activen redes protectoras sin convertirlas en zonas controladas. Necesita referentes que muestren que la igualdad es normal, legítima y exigible.
Hoy, el desafío no está en alzar la voz, sino en afinarla. Se trata de que cada mensaje sobre igualdad llegue como puente, no como consigna; como camino, no como límite; como compañía, no como pedagogía de sumisión. Porque las jóvenes merecen más que promesas: merecen ser creídas, protegidas y puestas en el centro de la acción que, hasta ahora, las ha dejado fuera de escena.
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