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15 de octubre: Día Internacional de las Mujeres Rurales.
A veces parece que a la mujer rural se la ama más cuanto más lejana se la imagina. Mientras más silenciosa, más valor. Mientras más sacrificada, más épica. La queremos de otra época: valiente, sí, pero sin que moleste; fuerte, pero sin pedir poder; sabia, pero sin molestar a los expertos. La queremos leyendo el cielo, pero no los presupuestos.
Y sin embargo, hace mucho que las mujeres rurales ya no responden al retrato antiguo. O más bien, hace mucho que nunca lo hicieron. Lo que pasa es que ahora se están hartando de que les digan quiénes son.
En Aragón, ellas son médicas que atienden a tres pueblos cada mañana; ingenieras agrónomas que diseñan cultivos regenerativos en las llanuras del Jiloca; enfermeras que atienden emergencias por caminos sin asfaltar; docentes que reinventan las escuelas unitarias en el Sobrarbe; empresarias tecnológicas que exportan desde Teruel a toda Europa. También son ganaderas, sí, y agricultoras, y pastoras, y tractoristas. Pero no solo. Ni por obligación. Ni como una herencia que no se puede discutir. Son todo eso y mucho más. Y lo eligen.
Quien no entienda esta pluralidad, no entiende nada.
Porque las mujeres rurales no son una categoría social. Son un territorio humano y político. No habitan un pasado detenido, sino un presente vibrante. Y desde ese presente están repensando el mundo, aunque no salgan en la portada de los suplementos dominicales. El problema no es que no existan; el problema es que no se las quiere ver fuera del decorado.
La condescendencia hacia ellas no es nueva. Pero sí es cansina. Esa mirada que las nombra como si fueran un patrimonio sentimental: “las guardianas del mundo rural”, “las que sostienen la vida”, “las que nunca se quejan”. Se las homenajea en octubre, se las felicita por “no rendirse”, y después se las sigue dejando fuera de la toma de decisiones, de las políticas agrarias, del diseño de infraestructuras, del relato.
No necesitan homenajes. Necesitan derechos. Espacios. Recursos. Autonomía. Y que se respete la complejidad de sus trayectorias.
El informe 'Ser mujer rural en Aragón 2010-2023', elaborado por el Gobierno autonómico, muestra avances, sí, pero también límites que no son casuales. Solo el 23 % de las explotaciones agrarias tienen una mujer como titular, y en muchas de ellas, la toma de decisiones sigue en manos masculinas. Pero lo que el informe no mide —ni puede medir— es la brecha simbólica: esa que aún impide que una joven emprendedora del Maestrazgo sea escuchada con la misma legitimidad que un presidente de cooperativa.
Y sin embargo, allí están. Y no desde la épica, sino desde la cotidianidad. Fundando empresas, impulsando redes feministas, presentándose a alcaldías, desarrollando software desde pueblos de 300 habitantes. Gestionando, creando, reescribiendo lo que significa vivir en lo rural en el siglo XXI.
Es difícil no pensar en Chantal Maillard cuando escribe: “Nombrar es detener el mundo”. Tal vez por eso se resisten a que las nombren desde fuera. Porque saben que cuando las nombran como “las de siempre”, las están encasillando. Y estas mujeres no quieren ni moldes ni museos. Quieren reconocimiento sin manuales, políticas sin tutelas, poder sin intermediarios.
Y es que estas mujeres ya no piden permiso para hablar de sí mismas. Escriben, debaten, exigen. No como víctimas, sino como sujetas políticas. No como reliquias, sino como ciudadanas del siglo XXI. No como paisaje, sino como autoras.
Por eso es urgente que las políticas públicas las reconozcan en su diversidad. Que dejen de tratarlas como una categoría vulnerable y empiecen a construir desde ellas: desde sus demandas, sus formas de entender la sostenibilidad, la economía circular, el arraigo y el futuro. No se trata de llevar igualdad a lo rural. Se trata de descubrir que ya está allí, pero en otra lengua, en otro ritmo, con otro enfoque.
Las mujeres rurales no son como se las define. Y menos mal.
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