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El Escudo Social ha supuesto un despliegue histórico de la protección social en nuestro país, que ha evitado que las peores consecuencias de la crisis sanitaria, económica y social recaigan en las personas en mayor situación de vulnerabilidad.
Y sin duda han sido el sostenimiento del empleo a través de los ERTE y las ayudas para pymes y autónomos, dos de las medidas puestas en marcha por el ejecutivo estatal que más han contribuido a paliar estos efectos, sin embargo para muchas personas, la otra cruz, ha sido poder cumplir con el #quedateencasa. Y aunque gracias al impulso de Unidas Podemos en el gobierno se han impulsado medidas de urgencia para amortiguar el impacto de esta crisis, a pesar de las moratorias aprobadas que impedían los desahucios para hogares en situación de vulnerabilidad sin alternativa habitacional, las familias sufrían una espera agónica, prórroga tras prórroga para quienes, además de tener que enfrentarse a una pandemia, deben enfrentarse aún más que seguro desahucio.
Y de nuevo comprobamos cómo la pandemia, como todas las crisis, se ha cebado en los más vulnerables, y no porque el bicho sea exquisito y selectivo, sino porque ningún gobierno de los habidos hasta ahora ha sido capaz de desarrollar en nuestros cuarentaytantos años de democracia todos los derechos recogidos en la Constitución, incluido el derecho a la vivienda, que deberían servir para construir una sociedad más justa e igualitaria que asegure el cumplimiento de los derechos humanos y garantice para todas y todos los derechos básicos y esenciales.
La política de no intervención pública sobre el mercado de la vivienda ha generado una tendencia alcista de los precios y una crisis de accesibilidad a este derecho que ha provocado la expulsión de los sectores de la población con menos recursos. Además, el incremento de los alquileres no se corresponde con una mejora en la capacidad adquisitiva de la población.
Hasta ahora los gobiernos han estado más interesados en legislar para articular mecanismos fiscales que incentivasen la compra y facilitasen el acceso al crédito, a la par que los bancos ofertaban “cómodos plazos” que mantenían al cliente, que no ciudadano, atado a una hipoteca de por vida. Por eso cuando escuchamos a algún ministro hablar de la vivienda como un bien de mercado, tengamos presente que bajo su óptica, somos clientes y no ciudadanos a los que se les deba garantizar el artículo 47 de la Constitución.
Si en la anterior crisis fue el precio del suelo y la especulación del mercado hipotecario los principales causantes de la burbuja inmobiliaria, hoy son los desorbitados precios de los alquileres los que echan a las gentes de sus casas, de sus barrios y en algunos casos impide que nuestros jóvenes encuentren vivienda accesible para quedarse a vivir en sus pueblos. A la escasa oferta de vivienda pública hay que sumar el boom de los pisos turísticos que ante una mayor rentabilidad, disparan los precios generando zonas tensionadas con unos precios muy elevados, vaciando de esencia y vitalidad el centro de algunos pueblos y ciudades.
Es imposible garantizar una vida digna sin un techo que garantice el cumplimiento de otros derechos fundamentales: a la vida, a la integridad física, a la intimidad personal y familiar, a la inviolabilidad del domicilio o a la salud. Y para garantizar derechos es necesario legislar para avanzar hacia una gestión de la vivienda desde la esfera pública, dando un giro a los muchos años de no intervención, porque cuando no se interviene, los derechos no se garantizan.
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