El Prismático es el blog de opinión de elDiario.es/aragon.
Las opiniones que aquí se expresan son las de quienes firman los artículos y no responden necesariamente a las de la redacción del diario.
Hay una canción de un grupo aragonés que estos días de verano me acompaña casi a diario. Se llama “El tren de Noé” de TéCanela y comienza con las declaraciones de Fátima Báñez a propósito de esos miles de jóvenes españoles que tuvieron que coger la maleta y marcharse a buscarse la vida fuera de España. La ministra decía allá por el casi irreconocible 2013 : “Muchos jóvenes y no tan jóvenes han salido de España en búsqueda de oportunidades por la crisis, eso se llama movilidad exterior…”. Bonito eufemismo para hablar de lo que fue un exilio forzado en toda regla de un país que cerraba todas las puertas a una generación, la mía, que, ultra formada y capacitada, como dice la canción, aprendería alemán fregando el piso de la Merkel.
Esta frase de la ministra me parece reveladora para explicitar la doble moral en la vive una parte muy significada de nuestro país en torno a los flujos migratorios y que alcanza su máximo esplendor con la foto de Pablo Casado dando la mano a inmigrantes recién rescatados en el estrecho. Caridad dicen que se le llama ahora a esto de la demagogia. A lo que iba, España es punto estratégico histórico para los flujos migratorios. Lo cual quiere decir, no sólo que somos país de entrada para la inmigración, sino que además somo país que, durante sus crisis políticas o económicas, produce miles y miles de emigrantes. Las migraciones acompañan todas las etapas de nuestra historia y sirva como ejemplo los últimos 100 años para confirmarlo. El problema es que, cual péndulo de Foucault, no tenemos la misma posición en torno al concepto de salida y entrada del país cuando somos los que “echamos a gente” y cuando somos los que “tenemos que recibirla”.
En la primera década de los 2000, España se convirtió en país de llegada de inmigrantes alcanzando en 2011 casi los 6 millones de extranjeros empadronados. Por entonces, la derecha enarboló la bandera de la seguridad para impedir su entrada, retirarles la sanidad, culparles de la posterior falta de trabajo, e incluso acusarles de hacer enfermar a los españoles con enfermedades ya curadas en nuestro país. Un discurso a la altura del mejor Goebbels.
El problema es que tras este crecimiento de la inmigración llegó una profunda crisis que no sólo desincentivó la inmigración sino que despertó de nuevo la emigración. España dejó de recibir en patera emigrantes, para empaquetar en Ryanair con billete de ida a enfermeras, ingenieras, poetas y todo lo que se preciara. Aquellos que habíamos sido criados con los informativos sobre la valla de Melilla o las pateras en la costa de Cádiz ahora salíamos del país con la misma vocación que los que antaño entraban: mejorar nuestras vidas. Pero entonces, la derecha no percibió problema alguno en torno a esa emigración. ¡Claro! nosotros no éramos inmigrantes en el país de destino, éramos emprendedores audaces en búsqueda de experiencias en Alemania, Inglaterra, Holanda... Tanto era así, que a los que salían de España, el PP les quitó la sanidad a su regreso porque claro, la movilidad exterior te hacía casi casi superhéroe y no les haría falta sanidad alguna.
Parece que la migración es cuestión de perspectiva, pero no de perspectiva sobre si estás en el lado de quien la recibe o de quien la produce, sino sobre si estás del lado del que tolera la pobreza o del lado del que la desprecia. Porque eso es lo que hay detrás de la incoherencia y la doble moral de estas posiciones: la aporofobia, el odio al que llega o se va con los bolsillos vacíos. Mejor que no vengan si son pobres y mejor que se vayan si no tienen dinero. La misma lógica para un único tren de Noé: el de los que como salieron nuestros abuelos, o salieron nuestros amigos, salen, con las manos vacías, en busca de una vida mejor.
0