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Últimos vacíos

molinos de viento

Mariano Gistaín

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Las granjas tapaban los horizontes, se veían retales de campo y postes de alta tensión, tan alta que pasabas por debajo y se te erizaban los pelos hacia dentro. Todo estaba lleno de lugares extraños. El vacío, una vez nombrado y diagnosticado, se estaba llenando de seres automáticos, aeronaves militares de desguace parcheadas a toda prisa y edificios interminables sin ventanas.

El palmo valía el doble y la hectárea el triple. Al principio pensaron –¿pero quiénes?– que eran inversores, fondos de inversión, entes exóticos, emisarios de dueños desconocidos incluso para ellos mismos. Luego se resignaron a no indagar más pues, como les habían advertido sus abuelos, saber algo era más costoso que irse. Saber no estaba a su alcance. 

Simplemente irse. 

Pensaron –¿quiénes podrían pensar?– que los ignotos propietarios (porque todo siempre es de alguien) aprovecharían los campos para cultivar, pero enseguida  aparecieron aquellos edificios prefabricados. Los traían en enormes helicópteros que habían sido militares y tenían una segunda vida para trasportar aquellos monstruos de hormigón que se ensamblaban y de un día para otro tapaban el horizonte, todos los horizontes. 

Los campos en zonas elevadas se llenaron de placas y molinos puestos de cualquier manera, quizá atendiendo solo a la distancia más corta entre dos puntos, aunque a simple vista no era posible conocer los criterios… ni nada en general. 

Todo lo hacían máquinas que parecían funcionar solas, sin ayuda humana. Y así era. Perros o mulas mecánicas se afanaban por los caminos que para entonces ya hubieran sido impracticables para vehículos normales si hubiera quedado alguno.

Las carreteras habían sido abandonadas hacía años y no había forma de circular pero como todo se transportaba por el aire tampoco hacían falta. Ahí se vio la previsión y la estrategia del largo deterioro, o acaso el azar, pues tampoco eso se podía saber. 

Las vallas grises de las naves aquellas llenaron los horizontes y los pájaros, sin nada que picar, fueron desapareciendo también. Aquello fue lo más curioso porque al desaparecer las aves desapareció el cielo, o al menos los colores. Si alguien hubiera sobrevivido en aquellos yermos velozmente edificados se hubiera dado cuenta de que eran ciertos antiguos refranes en lenguas que ya nadie hablaba que sostenían argumentos tan estrafalarios como que los pájaros hacen el cielo y los árboles producen el viento. Aunque tampoco había árboles porque los que no enfermaron los arrancaron sus máquinas incansables y se los llevaron en los mismos helicópteros herrumbrosos para aprovechar los viajes. 

Nadie supo qué se criaba o qué se producía en aquellas granjas o fábricas que tapaban los horizontes en los que de, de todas formas, tampoco había nada que ver, ni quedaba nadie para haberlo visto. Quizá primero desapareció la gente y luego las cosas, o fue al revés. 

Las ciudades pequeñas se vaciaban más deprisa que los pueblos porque los escasos ingenieros y técnicos que manejaban esos procesos lo hacían desde sus remotos terminales y cuando tenían que verificar algo in situ iban y venían en los mismos transportes aéreos de chatarra reciclada, supervisaban lo que fuera y volvían a sus lejanos cubículos. 

Todo aquello fue comprado legalmente después de que modificaran las leyes y se agilizaran los procedimientos de expropiación forzosa acelerada por utilidad pública (EFAUP). Los últimos vecinos de los pueblos ya no resistieron esta oleada de devastación. Había tantos baches en la red comarcal y local que la furgoneta del pan y víveres básicos, igual que la ambulancia años antes, tuvieron que renunciar a sus expediciones que  durante un tiempo alguien decía recordar que estuvieron subvencionadas, pero esto tampoco es seguro.

Los testimonios que se reproducen a continuación se han obtenido con registradores autónomos y bots rastreadores de un programa ya cancelado de conservación del último éxodo de… (Continuará)

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