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Sobre este blog

El caballo de Nietzsche es el espacio en eldiario.es para los derechos animales, permanentemente vulnerados por razón de su especie. Somos la voz de quienes no la tienen y nos comprometemos con su defensa. Porque los animales no humanos no son objetos sino individuos que sienten, como el caballo al que Nietzsche se abrazó llorando.

Editamos Ruth Toledano, Concha López y Lucía Arana (RRSS).

Un día en el zoo con el fotógrafo José Manuel Ballester

Serie 'Un día en el zoo', 2019

Rafael Doctor Roncero

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  • El texto que publicamos forma parte del catálogo de la exposición 'Un día en el zoo', del fotógrafo José Manuel Ballester, Premio Nacional de Fotografía 2010
  • La exposición, que se inaugura el 16 de enero, podrá visitarse hasta el próximo 10 de marzo en la Galería Pilar Serra de Madrid

Yo tenía 6 años cuando la televisión llegó a mi casa. Era 1972 y los pocos programas infantiles que emitía esa única cadena eran seguidos por todos los críos de entonces con auténtica devoción. Con esa magia de la inmediatez audiovisual, el comedor de mi casa y mi cabeza se llenaban de payasos cantando cosas como lunes antes de almorzar una niña fue a jugar pero no pudo jugar porque tenía que planchar; u otra que decía que el cerdo nos da mantequita, rabo, orejita, rica morcillita y un buen chorizón. Canciones sencillas, inicialmente inocentes, que sin complejo alguno nos adoctrinaban sin preámbulos para comportarnos en una vida que nosotros, sin darnos cuenta, no estábamos eligiendo: desde esa ingenuidad, nos estaba siendo configurada paso a paso.

Aparte de esos payasos educadores había un programa que se llamaba Zoo Loco, en el que en cada emisión se cantaba Zoo, Zoo Loco, Zoo, Zoo Loco, es un reino de animales que en mi casa quiero yo... Ay que alegría yo siento, cuando al Zoo Loco yo voy, yo quiero a los animales pues necesitan amor. Todas estas canciones una y otra vez repetidas se convirtieron en una especie de mantra generacional, un mantra cargado siempre de unas intenciones claras para con todos nosotros. Era la época del crecimiento de una España tardodictatorial, que quería coger el ritmo de la contemporaneidad de los países europeos y ya había empezado a adquirir los hábitos de comportamiento de estos, esencialmente los que estaban relacionados con el cada vez más ampliado tiempo de ocio, sobre todo en las ciudades. Así, con Zoo Loco se incitaba a todo el mundo a acudir en familia al recién inaugurado Parque Zoológico de Madrid, que era la continuación del desarrollismo del ocio de la capital, iniciado tres años antes con la apertura del Parque de Atracciones, a escasos metros en la misma Casa de Campo.

Aunque en Madrid ya había existido desde finales del siglo XVIII la famosa Casa de Fieras del Retiro (una colección privada real de animales salvajes en cautividad que a la larga fue pública) y Barcelona contaba con un zoo moderno que seguía desde finales del XIX las pautas de otros, como el de Londres, la apuesta por el Zoo de Madrid era un acontecimiento nacional que había que promover, y para eso los mecanismos de propaganda del poder, como la televisión, estaban a disposición. Así, de una u otra manera, casi todos los niños de aquella España pasamos, bien porque nos llevaba la familia, bien porque era cita obligatoria de las excursiones escolares a la capital, por ese recinto para deambular entre los animales exóticos entendiendo que era algo bello, positivo e incluso instructivo para nuestra formación como personas.

Por aquellos mismos años, sin embargo, el gran éxito en televisión era el programa de Félix Rodríguez de la Fuente El hombre y la tierra, en el que se abogaba por una visión absolutamente diferente de los animales, observados desde sus propios ecosistemas, y donde se clamaba por una conservación de los mismos que ya el gran divulgador veía difícil, en unos tiempos ya acelerados que estaban destruyendo poco a poco el verdadero tesoro que tenía nuestro mundo. La televisión mostraba, seguramente sin pretenderlo, una gran contradicción, en este como en otros temas importantes, y se instalaba en un comportamiento de asumida hipocresía o doble rasero que sería el que regiría, y rige hasta hoy, el estado mental que conviene ante temas de difícil resolución para un sistema capitalista que ya tenía interiorizada la cosificación de la naturaleza y, esencialmente, la de los animales.

Llegamos a 2020 y el Zoo de Madrid sigue abierto. Los niños y las familias siguen asistiendo, así como se siguen programando excursiones desde los colegios para visitar a estos animales en perpetua cautividad. Lo peor es que en todos estos años se han abierto decenas de zoos (sobre todo, esos espacios de tortura animal llamados delfinarios), hasta llegar en la actualidad a más de setenta en todo el país. Setenta cárceles de animales a quienes se ha arrebatado su libertad para, presuntamente, favorecer entre los humanos el conocimiento de la diversidad animal (zoo/animal, logos/conocimiento). Pero realmente setenta espacios de ocio donde, bajo unas condiciones pésimas, miles de animales viven en una psicosis permanente que hace de sus vidas un infierno absoluto.

Ese infierno nos es mostrado a través de un escenario ridículo (que de manera impostada trata de ofrecernos la ilusión de un hábitat propio) con el que confundir al visitante, que bien sabe que en ese paseo solo va a dedicar unos minutos, o incluso segundos, de su tiempo a cada uno de los diferentes escenarios compuestos para ese gran teatro. Una farsa educacional y perversa que reside en la idea de supremacía del ser humano sobre el resto de seres que habitan esta casa común llamada Tierra.

Y es que de lo que se trata esencialmente no es de mostrar la diferencia, sino de mostrar el poder del que observa de una manera libre sobre el que es recluido para ser observado. Nuestra cultura se basa desde el inicio en una idea de estratos que configuran una pirámide, tan presente desde lo monumental egipcio hasta lo sutil estampado de un capitalismo actual dolarizado: un mundo que impone una ideología de dominio basada en asumir que siempre hay una base y una cima, y que todo se debe regir por esos principios que sitúan a fuertes y poderosos en la cúspide y a los otros, los débiles y sumisos, en la base. A través de esta filosofía, que parte siempre de la definición o configuración de quién es ese “otro”, se establece la asunción del poder fáctico y se plantean las normas de un mundo en el que la violencia y la crueldad siempre están justificadas en pro del mantenimiento de este statu quo. Un sistema que hay que proteger a toda costa y aduciendo todo tipo de razones, aunque la única real sea la conservación y ampliación de los privilegios de la cúspide.

Ahora son animales los que están en la base de esa pirámide, son los que a través de un inducido consenso hemos asignados el papel de ser “los otros”. Sin embargo, no siempre ha sido así: hay que recordar que a lo largo de la historia las casas de fieras o colecciones de animales incluían a veces a seres humanos, sobre todo seres pertenecientes a culturas lejanas y personas con rasgos físicos diferentes, ya fueran estos patológicos o simplemente étnicos. Humanos otros que compartían estos jardines con los famosos circos, esa variante itinerante de los zoológicos aún mas perversa si cabe. Cuando paseemos por el Retiro de Madrid, recordemos que en 1887 se celebró la exposición universal de Filipinas, en la que se exhibió a familias aborígenes en el lago del Palacio de Cristal. Pero, por cercanía, aún peor es recordar que en la ya formada Europa, en 1958, el gran imperio genocida belga mostró recluidos en una espacio acotado con caña a un grupo de personas de ese Congo al que masacró hasta hace pocas décadas. No fue algo casual o anecdótico, fue ;la gran Exposición General de Bruselas, visitada por 41 millones de personas, la que presentó al mundo a un mismo tiempo el archifamoso Atomium y ese gran zoo humano. Y todo esto fue prácticamente ayer.

Hoy, tras poco más de medio siglo de esa Bruselas o de los programas de mi primera televisión, el mundo es muy diferente. Se habla más que nunca de esclavitud entre las personas de este siglo XXI, y aunque la hiperinformación es la gran triunfadora del mundo actual, apenas sabemos ni lo que ocurre en Libia ni en muchas naves industriales de nuestras ciudades o incluso en los bajos de algunos de nuestros edificios. En este mismo mundo que presume de saberlo todo y de tener una cámara en cada esquina, las poblaciones de animales salvajes se están viendo reducidas exponencialmente, alcanzando unos niveles ínfimos que en muchos casos rozan la extinción y en otros ya han llegado a ella. Los grandes animales, que hasta hace poco compartían el mundo con el animal humano, apenas sobreviven en pequeñas reservas en alguno de los países que son pobres al tiempo que saqueados por la cúspide del poder mundial.

La caza, una práctica que consiste en matar por puro placer a animales salvajes dentro de su hábitat, ejercicio nefando y hasta hace bien poco infame privilegio de una clase aristócrata o socialmente muy alta, fue promovida por el mismo mundo que alentaba el desarrollo de los zoológicos, haciendo que las personas que triunfaban económicamente se sumasen a ella como un símbolo de distinción. Así, junto a la gran masacre perpetrada por el colonialismo del siglo XIX, le seguiría una segunda, posiblemente incluso peor, promovida por el desarrollismo de la segunda parte del siglo XX, que además contaba con la agilidad en el transporte y con nuevas armas letales creadas y compartidas para el gran negocio de la guerra entre nosotros mismos.

Todos los días, millones de animales salvajes sucumben a manos de los Trump o los Juan Carlos I de turno, y de otros más cercanos, que conviven entre nosotros, que pagan fortunas por tener enfrente a un ser al que disparar en la frente. Es un sadismo de clase que nuestra sociedad no es capaz de impedir, pues en su aberrante práctica se asientan contundentes las leyes de la pirámide y la dominación en la que todo se debe basar. Es por esa simbología poderosísima por lo que todas estas prácticas, como la misma tauromaquia en nuestro país, no desaparecen. Su pervivencia es la custodia de unos valores caducos, pero en los que se sostiene el poder de la injusticia impuesta para nosotros mismos y, por supuesto, para el resto de los animales.

Todos los días, cazadores (furtivos o no: a las víctimas les da igual), se reduce el número de animales que durante millones de años han vivido en armonía con su ecosistema, hasta llegar a la extinción provocada por una aceleración ególatra de especie que ha permitido que cosas como matar por placer sean algo normalizado e incluso considerado un deporte. A día de hoy, la biomasa en peso de los animales que viven en libertad, como bien recuerdan varios estudios, ronda el 97,11% para los humanos, sus animales de familia y sus animales esclavos y explotados. Solo un 2,89 para los animales silvestres. Es un dato demoledor de nuestra invasión de todo y nuestro crecimiento desproporcionado, acoplado además a un estilo de vida impuesto como normal, que consiste en que todo en la Tierra nos pertenece y, por tanto, de todo y de todos nos podemos apropiar.

Es por eso y por mil razones éticas más que a día de hoy los zoológicos deben ser definitivamente cuestionados y, de la misma forma que ya no permitiríamos exhibiciones de seres humanos, dejar de observar a los de otras especies desde el saqueo de su libertad y la dignidad de su vida. Un mundo capaz de enfrentarse a sus problemáticas debería replantear esta cuestión, esencialmente por esas víctimas inocentes pero también por nosotros mismos, si lo que queremos es, al menos, subsistir. Sin embargo, los zoos siguen abiertos y los debates son mínimos en comparación a la dimensión de un problema que ya se contempla como la quinta gran extinción masiva a la que se tiene que enfrentarse, en sus millones de años de vida, nuestra madre, la Tierra, violada en todas sus dimensiones por uno solo de sus hijos y sin apenas esperanza de poder sobrevivir a esta situación.

Las imágenes que José Manuel Ballester ha realizado en los espacios de los zoos son un grito de desesperación pero, en parte, también de esperanza. Estas cárceles de cemento aparecen deshabitadas, como la proyección del sueño de lo que deberían ser. Pues no hay razón alguna para que en nuestros pueblos y ciudades siga mostrándose a los animales de esta forma. El mundo actual dispone de herramientas nuevas que nos permiten acercarnos al conocimiento de los otros de una manera respetuosa y sin tener que ser observados desde la barrera de la reclusión y el dominio de unos sobre otros. Aunque los zoológicos siguen abiertos y fomentados por los poderes como una forma de ocio positiva -máxime en un mundo donde las ideologías retrógradas y fascistas intentan promover la desigualdad y la diferencia como base de su razón de ser- urge desde un ético sentido común compartido reformular la mirada que hacemos sobre los otros y definitivamente hacer que estas cárceles o desaparezcan o se conviertan en lugares capaces de ayudar a la protección y conservación de la naturaleza y no al fomento de su destrucción a través de este sentido de posesión.

En esta debacle que vivimos, este pasado año se produjo una noticia positiva, gracias a una propuesta para que el zoo más antiguo de España, el de Barcelona, vaya transformándose paulatinamente en un lugar diferente, capaz de promover la reconversión de este concepto. El proyecto se basa en entender que cada uno de los seres que habitan esos presidios es un individuo, y que cada uno de ellos necesita ser estudiado como ese ser único que es, intentando que el resto de sus vidas puedan recuperar la dignidad e incluso que algunos puedan recuperar la plenitud de su vida salvaje. Se trata de ZOOXXI, una utopía que fue aprobada en el mes de mayo en el Ayuntamiento de Barcelona, que provino de una iniciativa ciudadana y que se convirtió en ordenanza. La sociedad espera ahora que sea por fin aplicada por el nuevo gobierno y por la actual dirección del zoo, que todavía parece anclada en las lógicas colonialistas y especistas del pasado.

El mundo necesita que de una manera urgente empecemos a dialogar con nuestros hermanos de planeta de una manera diferente; una manera que nos lleve al estadio mental de entender que nos hemos equivocado en nuestra historia, que nuestro relato oficial no era válido para todos y que, sin duda, debemos pedir perdón por el inconmensurable daño hecho a todas y cada una de nuestras víctimas. Desde ahí debemos empezar a trazar nuevos rumbos para compartir lo único que tenemos, que es esta tierra, algo que de una vez por todas debemos entender que no nos pertenece. Ni a nosotros ni a nadie. Así, no tengamos miedo de derribar la pirámide desde un sentido de la compasión, de la empatía, pero sobre todo de la justicia. Y, de una vez por todas, volver la mirada a ese círculo violado en el que todos cabemos y ningún ser es más importante que otro.

Entonces, cuando esto ocurra, los parques zoológicos serán parte de la arqueología de un pasado atroz y los visitaremos para ver lo que fuimos capaces de hacer con los otros, como cuando ahora visitamos los restos de Auschwitz o los fosos de espectáculos romanos. Arqueologías de lo peor de nosotros mismos para no volver a repetir la historia que casi acaba con toda vida natural libre en este planeta. Ojalá y que llegue ese momento y que estas imágenes sean un preludio y se observen entonces como parte de ese grito, desesperado pero justo, que lanzamos desde un presente que amenaza con no tener futuro alguno. Ojalá llegue ese momento.

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El caballo de Nietzsche es el espacio en eldiario.es para los derechos animales, permanentemente vulnerados por razón de su especie. Somos la voz de quienes no la tienen y nos comprometemos con su defensa. Porque los animales no humanos no son objetos sino individuos que sienten, como el caballo al que Nietzsche se abrazó llorando.

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