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Sobre gastronomía

Carlos Castañosa

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La gastronomía de un país lo define por su vinculación histórica con las tradiciones y la adaptación de sus habitantes al medio geográfico y condiciones naturales de sus recursos. No es solamente el “somos lo que comemos”, sino “cómo cocinamos lo que tenemos”.

Para un territorio turístico es fundamental contemplar con interés la doble vertiente de este componente promocional como símbolo, de un lado, de su bagaje cultural conservando la esencia de los “fogones de siempre”; y de otro, la necesaria adaptación a las vanguardias de nuevas técnicas culinarias, aceptando con flexibilidad y espíritu de innovación los movimientos de “fusión” con productos atípicos, adaptados a la propia cocina y asimilando la sabiduría desarrollada por otros, maestros o no, cuando aportan ideas aprovechables.

Para apreciar a las gentes de otro país, hay que conocerlas; y una de las vías directas es acceder a su cocina para saber sus costumbres, qué productos son la estrella de su alimentación y cómo los elaboran.

Ese conocimiento, en forma de intercambio de recetas y movilidad de productos de territorios autóctonos hacia lejanas geografías, permite el mestizaje culinario que paulatinamente va imponiéndose a nivel global. Raro es que la creatividad gastronómica de determinado lugar no necesite la participación de elementos foráneos o productos exóticos procedentes de lejanos países.

Así ha sido a lo largo de toda la Historia de la humanidad. Pero en la actualidad se ha potenciado por las facilidades de comunicación y transporte que reducen distancias y acercan geografías. El comercio medieval de las especias revolucionó la historia del mundo en su día. Hoy se resuelve con un simple pedido y el albarán correspondiente para su negocio y distribución. ¿Nos imaginamos que comeríamos hoy en Europa sin papas, tomates, maíz y tantos frutos procedentes de culturas lejanas?

Conviene distinguir entre los conceptos de alimentación y comida. La primera supone un acto biológico imprescindible para conservar la vida. La comida sugiere otro componente añadido como satisfacción para uno de los sentidos: el gusto. O sea, el placer de saborear una agradable ingesta mientras se cumple el ritual de supervivencia. Y es aquí donde entra, desde el banquillo de los reservas, el arte culinario como figura estelar.

No hace demasiados años, cuando pestes y hambrunas imprevistas asolaban el mundo, solo se trataba de aprovechar los escasos recursos naturales para que sobreviviera la mayor parte posible de la población. No había tiempo, energía ni sabiduría para elaborar sofisticadas delicatessen cuando de lo único que se trataba era de matar al hambre lo antes posible.

Otro tratado aparte merece lo de los campos de refugiados actuales y otros reductos de miseria en los que, en pleno siglo XXI, todavía hay millones de seres humanos, incluidos niños indefensos, que mueren de hambre ante la pasividad y crueldad de los implacables poderes financieros.

Pero de momento, seguiremos con “el arte en la cocina”. ¿Es realmente un arte? Lo es desde la perspectiva de la creatividad. No hay más que ver la proliferación de master chefs, celebrities, niños prodigio y concursos televisivos de cenas “reality show” que invaden espacios con algo de entretenimiento, poca formación y ausencia absoluta de información inteligente.

Pero cierto es que, además de un arte efímero, por cuanto la gloria apenas dura los minutos que los comensales tardan en liquidar la obra, cocinar para los demás y hacerlo bien supone un acto excelso de amor al prójimo. La única satisfacción del artista es el reconocimiento del “¡qué bueno estaba!” o “¡qué bien te ha salido esto!”. El colmo de la filantropía es la de aquel cocinero que además no sea un importante glotón. Es entonces cuando su entrega al bienestar ajeno ofrece indicios de santidad.

Y ya.

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