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No todo se puede decir
La libertad de expresión (“derecho a manifestar y difundir libremente ideas, opiniones o informaciones”, como quiere el diccionario de la Academia) total o absoluta es una quimera. Se encuentra condicionada en mayor o menor medida por el tema de la conversación, que puede versar sobre la primera, la segunda o la tercera persona, y, principalmente, por el oyente, que intentará defender a capa y espada y preservar por encima de todo sus intereses ideológicos, religiosos, artísticos, sociales, de dignidad personal, económicos, etcétera. Todo discurso es en cierta manera un acto de fuerza o forcejeo de contrarios, no un acto de paz: forcejeo entre el que habla y su interlocutor y forcejeo entre aquel y el tema que trata de desarrollar. El discurso es un campo de batalla; el campo de batalla de la gente civilizada.
Cuando el discurso se refiere a la primera persona, no hay más límite a la libertad de expresión que la que se impone el propio hablante, dependiendo del miedo o el amor que se tenga a sí mismo. De un lado, las personas más o menos realistas suelen ser bastante sinceras y hasta despiadadas consigo mismas, llamando las cosas por su nombre, sin el más mínimo miramiento y llegando a veces hasta el menosprecio personal; como si se odiaran. Son los que no tienen nada que esconder; y que hasta se regodean en proclamarlo a los cuatro vientos. Así, San Agustín, que le declara al Señor en sus Confesiones: “Bajo tu mirada me desprecio, considerándome ceniza y polvo”. Y así también Michel Montaigne, que manifiesta desde el principio de sus famosos Ensayos que aspira a retratarse con sus “maneras sencillas, naturales y ordinarias, sin disimulo ni artificio”. La libertad de expresión es aquí total, porque el hablante trata de un tema que sólo a él concierne y afecta.
De otro lado, los más o menos idealistas o vanidosos suelen ser bastante comedidos en lo que declaran e indulgentes consigo mismos y sólo dicen lo que sus oídos quieren oír o les interesa que los demás conozcan de ellos. Son los que no tienen abuela o desabuelados, como dice el dicho popular. Así, Rousseau, que declara sin ambages en sus descarnadas Confesiones: “Siempre me he creído y sigo creyéndome el mejor de los hombres”. No hay que sorprenderse por las palabras de este gran individualista francés, pues lo que hace en su confesión no es otra cosa que decir de puertas afuera lo que todo el mundo suele pensar de sí mismo de puertas adentro. Y así también muchos ultramodernos o gente chic, que, animados por el psicólogo personal, las tendencias del mundo actual, que pone las emociones y los deseos por delante de la lógica y la razón, y la propaganda comercial y política, tienen la autoestima y el ego por las nubes. Aunque no falte en las conversaciones de todos los días (incluso en las que se exhiben en los medios de comunicación públicos, tan plagados de charlatanes ególatras), es en los diarios personales, memorias, confesiones y autobiografías donde más claramente se pone de manifiesto el tipo de discurso egotista que comentamos. La libertad de expresión se encuentra en este tipo de discurso condicionada por los prejuicios y la vanidad del hablante. Por eso decía el Mairena de Machado que “nada le parecía menos íntimos que los diarios íntimos”.
Cuando la conversación se refiere a la segunda persona u oyente, la libertad de expresión suele estar más restringida que en el caso anterior, porque el oyente está ahí para defender sus derechos; unos derechos que dependen, en primer lugar, de su mismo papel de oyente, que tiene encomendada por la lengua la función de fiscalizar la acción del hablante, tanto para que no rompa el código que les permite comunicarse como para que no viole las leyes del decoro social, de su propio rango (fijado en fórmulas de tratamiento como tú, usted, señor, compañero, excelencia, majestad, don, colega, camarada, jefe, maestro…) y de su particular relación con el hablante. El hablante no puede decir lo que le venga en gana, sino que tiene que respetar las normas de la lengua y las convenciones de la sociedad. Incluso aquellos que presumen de no tener pelos en la lengua tienen a veces que mordérsela, para no salir con el rabo entre las patas. Por eso dice el citado Montaigne que la confesión que hace de sus defectos y forma de ser innata en sus citados Ensayos está condicionada por el respeto público y que “si hubiera estado en esas naciones de las que se dicen viven todavía en la dulce libertad de las primeras leyes de la naturaleza, se había pintado gustosamente por entero y desnudo”. No cabe ninguna duda: hay convenciones sociales (muchas en formas de ordenamiento legal) que no pueden traspasarse en el discurso y que, por tanto, actúan como freno de la libertad de expresión, tanto por respeto o consideración al que oye y a los demás como por temor a sus reacciones. Hasta tal punto está prohibido traspasar dichas convenciones sociales, que hasta códigos jurídicos y sociales hay para sancionar a todos aquellos que se atrevan a hacerlo.
Se actúa por respeto o consideración, cuando se es educado, responsable o se estima al oyente por encima de todo. ¿Cómo va a decir uno a un amigo o persona que quiere la devastación que el tirano tiempo ha provocado en su cara y cuerpo o lo gordo que se encuentra, aunque una cosa y la otra sean más que evidentes? ¡Cuánta hipocresía hay detrás de tanta palabra caritativa (de “mentiras piadosas” suele hablarse en estos casos) y de los piropos que enderezamos a los demás, cuya finalidad no es decir la verdad, sino bien no hacer daño, bien camelar! No nos pertenecemos. Somos una hechura o creatura de los demás. Y cuando más poderosos son estos, menos nos posemos. Si realmente queremos saber qué piensa alguien de nosotros, no se lo preguntemos a él, sino a sus confidentes.
Y actúa el hablante por temor, cuando el oyente tiene más poder que él o se encuentra bajo su imperio. La manifestación más trágica de este tipo de discurso son las dictaduras. El dictador es el interlocutor más tirano que existe, porque amordaza al oyente para que no hable; aunque es él quien debería llevar zálamo, para que no muerda, y apeos, para que no dé coces. Su vocación es imponer su santa voluntad. Vive del ordeno y mando. Y por dictadores hay que entender aquí no sólo a los dictadores sanguinarios, tipo Iósif Stalin, Alfred Hitler, Francisco Franco o Augusto Pinochet, que son los especímenes de esta casta que suelen acudir a la memoria de todo quisque cuando de dictadores con toda la barba se trata, sino también los “dictadores democráticos”, que, aunque parezca un oxímoron, también los hay. Es el dictador del lenguaje políticamente correcto, del engaño, de la falacia, de la demagogia, del populismo o de la trampa permanente para mantenerse en el cargo, que sólo permite decir al otro lo que él quiere oír, en función de sus intereses políticos, económicos, morales, estéticos o sociales. Ese que no deja hablar a nadie y que saca a relucir como navaja cabritera los insultos fascista, facha, antifeminista, machista, explotador, tirano, homófobo, etcétera, a poco que alguien diga algo que no le gusta oír, sin que dichas palabras, tan significativas y cargadas de razón en el discurso denotativo, vengan aquí realmente a cuento.
Toda dictadura supone un retroceso en la vida de los pueblos, por lo que implica de suspensión de la imprescindible libertad de expresión y, con ella, de las libertades civiles. Pero, como hablar es inevitable, porque es lo que lo define al ser humano, en las dictaduras se producen dos fenómenos de una extraordinaria importancia desde el punto de vista individual, social y cultural. Por una parte, en tales circunstancias excepcionales, el ciudadano se ve obligado a hablar más con él mismo que con los demás, que pueden constituir un peligro para su seguridad. La dictadura fomenta la reflexión personal, que es el reino supremo de la libertad, aunque, como dijimos más arriba, también el hablar con el hombre que siempre va con uno pueda encontrarse constreñido por prejuicios más o menos diversos. El pensar es como el dormir: depende de uno mismo. Por eso, replicaba el discreto mozalbete de la ínsula Barataria que una célebre noche de ronda había amenazado Sancho Panza con enviar a dormir a la cárcel que el gobernador de tan singular ínsula podía mandarlo a encerrar, porque disponía de la fuerza bruta de los alguaciles para hacerlo, pero no a dormir, porque el dormir dependía de su voluntad. Por otra, suelen establecer las víctimas de las dictaduras una relación clandestina (la clandestinidad es el único lugar seguro en las dictaduras) con los que sufren la misma persecución que ellos, para consolarse y establecer estrategias de resistencia, aguzando el ingenio, para superar las caprichosas prohibiciones del que manda. Lo que no se da a la gente por derecho lo obtiene con astucia. Por eso no es infrecuente que las dictaduras produzcan obras de creación de mayor o menor huelgo, como los ingeniosos chistes contra el dictador que se suelen encontrar escritos en ese papel de los presos que son las paredes de las cárceles.
Y, cuando la conversación se refiere a la tercera persona o persona ausente, la libertad de expresión es más o menos amplia, puesto que, como el interesado no está presente para defender sus intereses ideológicos, políticos, económicos, de dignidad personal, etcétera, el hablante puede decir de él lo que le venga en gana; incluso faltando a la verdad o exagerando los cargos. Es el chismorreo: el discurso en que ponemos a la gente a parir y nos desahogamos. Es lo que hacemos con los tiranos, con los abusadores, con las personas que nos caen mal y, a veces, hasta con las que nos caen bien. Porque tampoco a los que nos caen bien o a los que queremos podemos decirles toda la verdad; o lo que consideramos la verdad. A tiranos, abusadores, enemigos y amigos, no podemos decirles a la cara lo que pensamos de ellos, porque nos mandarían al paredón o a la cárcel, nos insultarían, nos avergonzarían o nos recriminarían nuestra sinceridad, pero sí a sus espaldas. En realidad, nadie está libre de este género literario malsano que es el chismorreo y la maledicencia. Por eso, nos resistimos a ser los primeros en abandonar reuniones o tertulias antes de que estas acaben. Con nuestra presencia en ellas, nos liberamos de que nos pongan a parir los zorroclocos más rezagados.
Por lo general, no se trata de discursos objetivos, sino subjetivos; discursos altamente emocionales, que a todos alegran las pajarillas, aunque algunos pongan cara de asco al oírlos. Es el arte de hablar por hablar. Casi un género literario. ¿Quién no ha pecado alguna vez de maledicencia? En muchos casos, se trata de discursos terapéuticos, porque con ellos echamos fuera rencores, odios, frustraciones y malos humores. Son los actos comunicativos más libres del ser humano. Todo ello pone de manifiesto que la ausencia del interesado que fiscalice el discurso es lo único que garantiza la libertad de expresión. Por eso, es secreto el voto en los países verdaderamente democráticos, no en los que presumen de ello, sin serlo. Si el derecho al voto hubiera que ejercerlo en público, probablemente no votaríamos a conciencia, porque nos sentiríamos fiscalizados por ese enemigo de nuestros particulares intereses que es el que oye; aunque, en este caso, sería más exacto decir “el que ve o espía”.
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