Las especies invasoras amenazan los ecosistemas naturales de Fuerteventura

Árbol de seda en Vigán.

César-Javier Palacios

Las Palmas de Gran Canaria —

Fuerteventura sabe mucho de especies invasoras. Ratas y ratones llegaron en barcos y todavía en época aborigen acabaron con un ratón autóctono, el Malpaisomysinsularis. Los gatos y nosotros mismos, los humanos, extinguimos dos especies de pequeñas pardelas del jable y del malpaís. Las cabras, los conejos y el hacha aniquilaron numerosas especies de plantas autóctonas. Tampoco había de forma natural en la Isla perdices ni erizos. Se introdujeron. Las ardillas, ya se sabe, vinieron como mascotas del Sáhara, se escaparon de las jaulas y ahora las hay a millones.

Mucho más desastroso resulta este problema en Gran Canaria, donde la suelta deliberada de la culebra real de California consume cada año cientos de miles de euros del erario en un intento desesperado (y de momento estéril) de evitar su expansión desde la aparición de los primeros ejemplares, hace ahora 15 años. Y eso que desde 2007 han sido capturadas más de 6.000 de estas tremendas culebras, con hasta dos metros de longitud, especializadas en comerse todo bicho viviente, lagartos gigantes incluidos.

En 1884, la viajera inglesa Olivia Stone llegó a Puerto Cabras y se sorprendió al ver una planta que crecía por todas partes y era prácticamente lo único verde en la ciudad. Se trataba del tabaco moro o palero. Hasta 1869, le explicaron entonces, era una especie absolutamente desconocida en la Isla. “De repente, apareció por todas partes”, recuerda en su libro de viajes. Había llegado como planta ornamental de Sudamérica, mezclada con las semillas de tabaco que se traían a las plantaciones tabaqueras de Canarias. Ahora es un arbusto tóxico que crece por toda Fuerteventura (y Canarias), tanto junto al mar como en los altos de Jandía. No se lo comen ni las cabras.

Otro árbol extraño, cada día más frecuente en el campo majorero, es el árbol de seda, propio de los ambientes más resecos del desierto del Sáhara. Llegó a la Isla traído por legionarios para adornar algunos jardines. Durante décadas, tan solo había una pequeña población en Giniginámar y otra en el campo de tiro de Pájara. Sin embargo, en los últimos años se ha empezado a extender a toda velocidad y ha llegado a Los Alares por el norte y a Morro Jable por el sur. El Cabildo de Fuerteventura lleva varios años estudiando la posibilidad de poner en marcha un proyecto de erradicación presupuestado en muchos cientos de miles de euros. De momento no se aprueba y la planta sigue en su imparable avance.

Según señala el Ministerio para la Transición Ecológica, las especies exóticas invasoras “son una de las principales causas de pérdida de biodiversidad en el mundo”. Recién llegadas por la mano del ser humano, ponen en peligro la diversidad biológica nativa, ya sea por su comportamiento invasor o por el riesgo de contaminación genética. Las locales, al no haber evolucionado en contacto con las nuevas, no pueden competir con ellas, por lo que son desplazadas o, en el peor de los casos, se extinguen. El catálogo oficial español recoge un total de 186 especies invasoras peligrosas, a las que se suman 48 consideradas como “preocupantes para las Islas Canarias”.

El aviso del picudo rojo

En el caso de Canarias, un territorio aislado y enormemente biodiverso, su aparición puede provocar un auténtico cataclismo. Como cuando se introdujeron en Fuerteventura palmeras datileras de Túnez y Egipto que estaban infectadas con el picudo rojo. Ese escarabajo estuvo a punto de acabar con las palmeras canarias de toda Canarias, el único lugar en el mundo con palmerales naturales de esta emblemática especie endémica.

Su erradicación costó diez años y nueve millones de euros. Y no se aprendió la lección. De hecho, mientras se hacía este formidable esfuerzo para erradicar la plaga en la Isla, el Ayuntamiento de Puerto del Rosario promovió plantaciones en las zonas verdes de la capital con la tapizante uña de gato, una de las especies más temidas en el catálogo oficial de especies invasoras. Cuidadas con mimo, cuentan incluso con riego por goteo, al igual que las ubicadas en el aeropuerto. Según la normativa nacional, deberían ser arrancadas e incineradas cuanto antes para evitar su dispersión. Es lo que hacen en otras comunidades autónomas como Andalucía o Galicia, donde todos los años se gastan varios millones de euros en tratar de controlarlas.

“Todas estas especies, más o menos recién llegadas a la Isla por nuestra mano, no enriquecen los ecosistemas, sino todo lo contrario, los empobrecen enormemente”, advierte Victoria Eugenia Martín Osorio, profesora del Departamento de Botánica, Ecología y Fisiología Vegetal de la Universidad de La Laguna y una experta en plantas invasoras. En su opinión, el mayor problema somos nosotros. “No le damos importancia porque consideramos la aparición de nuevas especies como algo positivo, vengan de donde vengan. Es un problema de percepción, pero sobre todo de educación, de falta de educación”.

La propia Administración es la principal culpable, pues en lugar de poner en marcha programas de control y erradicación, algunas instituciones promueven directamente su expansión incontrolada, ajenas al daño provocado. “Existe un gran desconocimiento entre lo nativo y lo exótico, no somos conscientes del desastre que supone su aparición”, se lamenta la profesora Martín Osorio. En algunos casos, señala esta investigadora, las plantas invasoras “se escapan” de los jardines, por lo que su propagación se toma como una extensión gratuita de nuestras macetas, un toque de color, verde o floral, que se malinterpreta como enriquecimiento del campo, cuando es justo lo contrario.

Especies exóticas

El biólogo Stephan Scholz, director del Jardín Botánico de Fuerteventura, resalta que no todas las especies recién llegadas son malas por sí mismas. Distingue, como lo hace la legislación nacional, entre especies exóticas invasoras, que dañan gravemente los ecosistemas, y las potencialmente invasoras, para las que habría que extremar las precauciones. Scholz, de mentalidad pragmática, también cree que, ante especies ya definitivamente instaladas en la Isla, como el tabaco moro o la ardilla moruna, cualquier intento de erradicación está condenado al fracaso. Pide centrase en las más agresivas.

Por ello, al igual que Martín Osorio, propone la constitución de una red de alerta temprana, capaz de detectar y erradicar a los nuevos invasores al poco de aparecer, cuando todavía sus números son pequeños y su eliminación es algo sencillo. Una red dirigida por especialistas y basada en investigaciones científicas, con actuaciones planificadas, bien dotadas económicamente, que den prioridad a los espacios naturales protegidos frente a las zonas urbanas.

Las especies de Australia son las que más agresivamente prosperan en Fuerteventura. Han encontrado un hábitat semejante al desértico de las Antípodas. De allí viene la conocida como acacia majorera o cyclops, que nada tiene que ver con Fuerteventura pues sus bosques naturales están en el sur australiano y en lugares tan exóticos como la Isla Canguro. Fue introducida y reproducida a gran escala en el vivero del Cabildo Insular en Pozo Negro para ser distribuida como forraje, cortavientos y con fines ornamentales. Incluso se hicieron plantaciones con ella en Betancuria hace varias décadas.

Pero su daño ecológico no es nada comparado con el de otra prima australiana, la acacia hoja de sauce o salicina. Supera a la cyclops en abundancia como especie cultivada en zonas rurales de toda la Isla y se ha asilvestrado en muchos lugares, invadiendo barrancos donde desplaza al tarajal. Incluso sobrevive a su tala, pues es capaz de brotar de las raíces.

Otros matorrales australianos del género Atriplex se están extendiendo rápidamente por la Isla. El más peligroso de todos ellos es el semilunaris. Apareció hace 15 años junto a una gasolinera de Morro Jable, y desde entonces se ha extendido sin control por Gran Tarajal, Antigua, Tuineje, Casillas del Ángel o Puerto del Rosario; incluso ha llegado a Corralejo. “Ha sido una colonización muy rápida”, reconoce asombrado Stephan Scholz. Las cabras no se la comen. Y perjudica enormemente a los agricultores, pues deben esperar a que crezca para arrancarla antes de plantar cereales o legumbres, ya que de otra manera no deja prosperar a los cultivos.

Otra planta australiana lleva como mínimo 35 años invadiendo Fuerteventura. Es el pinillo de Mairena o Maireana, una especie de salado que se ha hecho habitual en aceras, arcenes y solares de Puerto del Rosario. Parece ser que sus semillas llegaron mezcladas accidentalmente con plantas forrajeras traídas del norte de África y de Oriente Medio, nuevamente por mano poco cuidadosa de la granja experimental de Pozo Negro. “Son especies que vienen para quedarse”, se lamenta Scholz. “Algunas acaban de llegar y puede que no prosperen, otras fueron introducidas hace décadas y ya se han hecho habituales, pero también hay algunas que llevan mucho tiempo y no sabemos en realidad cómo lo lograron, si fue algo accidental o natural”.

Frente a quienes piensan que muchas de las especies invasoras han llegado a Fuerteventura a través de la importación de arenas del Sáhara para su uso en la construcción, los botánicos lo descartan. Una de las pocas especies vegetales invasoras que sí han viajado como polizón en estas arenas africanas es la uvilla de mar sahariana. A golpe de pala y cemento, en los últimos veinte años se ha ido extendiendo por la costa capitalina de la mano de trabajos de urbanización o canalización, pero incluso ha aparecido en zonas de interior como Tindaya. Curiosamente, esta especie ya estaba de forma natural en la Punta de Jandía, aunque apenas había un puñado de ejemplares. Las nuevas poblaciones arribadas artificialmente en barcos areneros tan solo habrían adelantado el trabajo que las corrientes marinas hacen de forma mucho más lenta y casual. Una prueba más de lo cambiante que es la naturaleza a lo largo del tiempo. Pero también de cómo estamos acelerando alocadamente estos procesos.

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