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Primera Página es la sección de opinión de eldiario.es Cantabria. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

Agamenón canta blues

Cáritas alerta del aumento de la pobreza, a pesar del crecimiento económico

Jesús Ortiz

En 1929 Bessie Smith grabó Nobody Knows You When You’re Down and Out, [Nadie te conoce cuando estás a dos velas]. Lo hizo dos semanas antes del crac de Wall Street que señaló el comienzo de la Gran Depresión que dejó a dos velas a todo el mundo. Por aquí quizá sea más conocida la versión de Eric Clapton, pero ambas comparten la misma amarga sabiduría de aquellos a los que un súbito cambio de fortuna convierte en solitarios tras haber sido el centro de la vida alegre.

Y la no menos amarga (bueno, sí, un poco menos) de saber que la situación es reversible, a su vez, si Fortuna tiene el capricho de sonreírnos de nuevo: soon as I get up on my feet again / everybody wants to be my long-lost friend [en cuanto levanto cabeza otra vez, todos quieren ser mi viejo amigo perdido].

1929 fue también el año en que George Orwell llegó a Inglaterra, tras haber servido al Imperio en su India natal, y antes de venir a España a ayudar en la pelea europea contra el fascismo. Pero para llegar a Inglaterra pasó por París, donde se quedó en la miseria. Cuando consiguió llegar a Londres, no le dieron el trabajo que esperaba y siguió sin una lata. Contó la experiencia en Down and out in Paris and London, [Sin blanca en París y Londres], dejándonos una espléndida narrativa de algo poco conocido, porque no abundan los pobres con educación que vuelvan a la clase media o a un trabajo organizado y puedan, o quieran, escribir la experiencia.

En París Orwell llegó a estar a la última pregunta: detalla con minucia lo que ingiere cada día, que en algunos casos es media barra de pan y, en otros, ni siquiera eso. Porque cuando se tiene hambre se es consciente de cada minucia que se mastica, cada caloría cuenta, y no hay demasiado espacio para pensar en muchas más cosas que en comer. Pero él era demasiado buen periodista para no reseñarlo.

En cierto momento encuentra trabajo de marmitón en algunos restaurantes, y nos deja un testimonio impagable: cuanto más caro es un establecimiento, cuanto más pagas por un plato, mayor es la cantidad de sudor y escupitajos que contiene. Muy posiblemente sea esta revelación lo que ha impulsado la costumbre contemporánea de muchos restaurantes, muy de agradecer, de tener cocinas totalmente visibles.

En Londres Orwell no fue marmitón, sino vagabundo. Nos cuenta cómo las leyes de la época obligaban a los sin fortuna a errar de un sitio a otro, y cómo los pobres eran hombres mayoritariamente; solo había una mujer por cada diez de ellos. La pobreza también es distinta en cada país y evoluciona con el tiempo.

¿Es todo terriblemente negativo en la pobreza? Uno tiende a pensar que sí. Está el hambre, claro, pero también encontrarse a merced de cualquier abusador con que uno se cruce, por ejemplo. Realmente se nos pueden ocurrir pocas ventajas en esa situación, pero Orwell encontró una: vivir en la pobreza te da mucha libertad.

De pronto las convenciones establecidas pierden significado. No hace falta que lleves ropa limpia: no tienes más que la puesta. Y, ¿qué pasa si no te afeitas ni te duchas? Pues nadie te lo va a afear: recuerda, nadie te conoce cuando estás canino.

Lo mismo ocurre con el odio. Ser odiado por un montón de gente a la que no has hecho nada es cualquier cosa menos agradable, pero da mucha libertad. De pronto, no necesitas ser educado, ni inteligente, ni nada, porque nadie se te va a acercar. Como ser pobre, nadie elige libremente ser odiado; es una situación en la que puedes encontrarte de pronto: basta con que la tribu te señale. La gente necesita chivos que carguen con la culpa, porque odiar a los culpables puede salir muy caro.

Nuestros hijos no conocerán manantial sin propietario, pero tenemos mucho cuidado en no odiar a quienes los están vallando ahora mismo. Porque si tienen poder para apropiárselos, también lo tienen para hundir a quien proteste. Saber que nuestros hijos se encontrarán sin recursos nos llena de odio, pero miramos con mucho cuidado dónde volcarlo, y no faltan brujos aprendices o veteranos que nos den la indicación. Nunca faltan desgraciados, tampoco, que no puedan defenderse.

Que muchas cosas son universales lo demuestra el que se canten en distintos idiomas. Por aquí lo de la pobreza y el abandono se canta por peteneras, como esta: «Al pie de un árbol sin fruto / me puse a considerar / qué pocos amigos tiene / el que no tiene que dar» que cantó, entre otros, Pericón de Cádiz. Pericón es de los grandes: una vez pescaba en la bahía de Cádiz y sacó una platija. El pez suplicó por su vida: «Hombre, Pericón, no me hagas esto a mí, que tengo mujer y muchos hijos». Y el bueno de Pericón la devolvió viva al agua, con la advertencia de que si volvía a cogerla no tendría esa suerte. Semanas más tarde, pica en el anzuelo la misma platija. Pericón: «¿Qué te dije? ¡Que la próxima vez ibas a la sartén derechita!» Y la platija: «¡Que no, que no, Pericón! ¡Que es que vengo de Ceuta y t’he comprao un reló!».

Es verdad, ni Dios te conoce cuando estás canino, cántelo Pericón o Mano Lenta. Pero también hay caridad, hay quien te desengancha del anzuelo para que puedas llegar, por lo menos, hasta Ceuta.

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