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Primera Página es la sección de opinión de eldiario.es Cantabria. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

El lápiz y el martillo

Leonid Brezhnev y Armand Hammer.

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Cuando Nikita Khrushchev se encontró con el millonario estadounidense Armand Hammer lo primero que le dijo fue que de niño había aprendido a escribir con sus lápices. Lo mismo le dijeron Leonid Brezhnev y todos los dirigentes soviéticos con los que trató, que fueron muchos desde que Lenin le llamó al Kremlin en 1921.

La cosa había empezado un poco antes el mismo año, cuando Hammer tenía 23 y había ido a la Unión Soviética para vender productos de Allied Drug, la empresa familiar, que producía medicamentos.

Mientras recorría parte del país, Hammer encontró apiladas, sin uso, grandes cantidades de gemas, metales, maderas…: productos destinados a la exportación que no podían salir del país debido al bloqueo de los países occidentales, partidarios del zarismo. Así que fletó un barco para llevar grano estadounidense a una Rusia hambrienta, lo cargó de vuelta con estas mercancías imposibles de vender, y así empezó un negocio próspero que llamó la atención de Lenin, jefe del Estado soviético tras la revolución de 1917.

Lenin le explicó que los dos países, USA y URSS, eran complementarios; que ellos tenían mucha riqueza en materias primas que podían ofrecer a los estadounidenses, de los que necesitaban maquinaria y productos fabricados. Que necesitaban sus ingenieros e instructores: Lenin cogió un ejemplar de Scientific American y pasó rápidamente sus páginas: «Mire lo que han hecho ustedes, esto es progreso. Mi país está en la situación en que estaba el suyo en la época de los pioneros. Necesitamos el conocimiento y el espíritu que ha hecho a Estados Unidos lo que es hoy».

Le invitó a hacer negocios en Rusia. Cuando Hammer objetó que probablemente fuera muy complicado conseguir permisos, le dijo que se lo solucionaba todo inmediatamente. Y así fue. Hammer fue el primer gringo con negocios en la URSS, y con la misma rapidez le dieron los lujos reservados a la nomenklatura, en viviendas especiales al otro lado del Moscova, frente al Kremlin. Lenin y otros mandatarios le firmaron acuerdos garantizando la protección de su propiedad, libertad para entrar y salir del país a voluntad, privilegios de transporte, que no habría huelgas en sus fábricas…

Hammer, en consecuencia, habló con Henry Ford: en la URSS había un gran mercado para sus tractores. Ford estaba de acuerdo en eso, pero no le gustaban los bolcheviques y prefería esperar la restauración del zarismo. Hammer se lo quitó de la cabeza y se convirtió en el concesionario de la Ford en Rusia. Dos años después los rusos le dijeron que llevarían ese negocio directamente con Ford, que él podía montar una fábrica de algo.

A él no se le ocurría qué fábrica montar. Un día se le acabó el lápiz, entró en una tienda para comprar otro y le pidieron el equivalente a 26 centavos por uno de peor calidad que los que en Estados Unidos costaban tres. ¿Millones de niños en las escuelas con lápices a ese precio? No había duda: eso era lo que hacía falta en la Unión Soviética.

Así que presentó un proyecto para una fábrica de lápices y le dijeron que adelante. Sólo había un problema: Armand Hammer no tenía ni idea de cómo se hacían.

Aunque el inventor del lápiz moderno fue un francés, Nicolas-Jacques Comté, los mejores lápices se fabricaban en Alemania. También en Alemania, 500 años antes, Gutenberg había abierto la primera imprenta de Occidente. De ella habían salido sus operarios a montar sus propias imprentas por toda Europa, difundiendo así la nueva tecnología. Los empresarios alemanes del lápiz, con Faber a la cabeza, habían aprendido la lección y controlaban férreamente a sus trabajadores, hijos y nietos de trabajadores de la empresa, para que la técnica no se difundiera. Nadie fuera de ellos sabía cómo se hacían los lápices; aún más, a los operarios solo se les permitía saber de la fase de producción en la que trabajaban; únicamente la familia propietaria conocía todo el proceso. (Y control férreo quiere decir exactamente eso: los Faber pensaron que el ferrocarril podría traer indeseables a su ciudad, y en consecuencia el trazado alemán de la red ferroviaria eludió Núremberg).

Tras semanas de vivir en Núremberg, Hammer no había podido averiguar nada sobre la fabricación de lápices. El asunto era tan impenetrable que se hubiera echado atrás en su propósito, de no mediar un contrato con los soviéticos. Por fin encontró un descontento, un ingeniero despedido que le puso en contacto con otros igualmente represaliados. Les ofreció casa y cerveza alemana en Moscú. Cuando aceptaron, fueron todos a Berlín, donde la industria del lápiz tenía menos fuerza, a obtener pasaportes, fingiendo unas vacaciones en Finlandia.

Algo parecido hizo con la maquinaria, que compró desmontada, en piezas enviadas a Berlín supuestamente para montar una fábrica allí, y que acabó llegando a Moscú vía Finlandia. Hammer viajó después a Birmingham, porque los rusos habían insistido en que fabricara también lápices mecánicos. Allí la situación, por lo que se refiere a los técnicos, era la misma que la de Núremberg, pero esta vez sabía qué hacer: puso un anuncio en prensa y enseguida encontró un ingeniero descontento.

En resumidas cuentas: la fábrica arrancó en abril de 1926. El primer año multiplicó por 2,5 el millón de dólares en producción prometido; el segundo bajó el precio del lápiz de 25 a cinco céntimos. Producía entre 51 y 72 millones de unidades al año. Parte de ellos los exportaba a Inglaterra, Turquía, Persia y el Extremo Oriente, en cajas con su emblema: el ancla y el martillo.

La cosa fue muy bien hasta 1930; Lenin había muerto antes de la apertura de la empresa y era el tío Pepe el que mandaba. El clima político empeoró notablemente. Los rusos confiscaron la fábrica, indemnizando a su propietario, y la rebautizaron Sacco y Vanzetti en honor de los inocentes ejecutados por los gringos en 1927. Hammer abandonó el país tras nueve años casi ininterrumpidos viviendo en él, y llevándose a su primera mujer, la actriz Olga Vadimovna Von Root, hija de un general zarista.

Casi todo esto lo cuenta Henry Petroski en su clásico The Pencil: A History of Design and Circumstance. A Petroski se lo ha contado el propio Hammer, que también lo ha hecho en su autobiografía, donde aparece retratado en su despacho lleno de fotografías dedicadas de líderes soviéticos, como la que le regaló Lenin.

Pero además de la suya hay otras cuatro o cinco biografías, una de ellas abiertamente contraria al personaje. Casi todo lo que refiere Hammer puede contarse de otro modo. Por ejemplo, todas las biografías coinciden en que antes de los lápices ya había ganado una fortuna. ¿Cómo? Bueno, aquí entra el estilo literario. Unos, él entre ellos, cuentan que la empresa de su padre vendía ginseng. Allied Drug presentaba el polvo de la raíz coreana disuelto en alcohol muy concentrado, y el producto hizo furor entre los estadounidenses aquellos años.

El obituario que publicó Los Angeles Times tras su muerte en 1990 decía que había ganado un millón antes de titularse en la universidad «en parte por comprar grandes cantidades de whisky inmediatamente antes de la Ley Seca y vendiéndolo después a las farmacias en calidad de medicina».

No hay muchos indicios de que Armand Hammer fuera socialista, a pesar de sus amistades soviéticas. Otra cosa era su padre, Julius Hammer, un judío de Odesa emigrado a Estados Unidos, médico y boticario, miembro destacado del Socialist Labor Party of America (SLP). A su hijo lo había nombrado según el emblema del partido, el brazo y el martillo (arm and hammer).

Julius estaba bajo vigilancia del FBI por sus ideas políticas. Cuando murió de neumonía la esposa de un diplomático zarista, a la que se le había practicado un aborto en su clínica en medio de una epidemia de gripe, la policía le echó mano. Cumplió en Sing Sing una condena de tres años y medio.

Una de las biografías cuenta, citando como fuente a una amante de Armand Hammer, que fue él, entonces estudiante de medicina, quien practicó el aborto, y su padre aceptó ir a la cárcel para cubrirle.

De vuelta en Estados Unidos, Armand Hammer se dedicó a vender el arte zarista que había ido adquiriendo en Rusia y con el que ganó una fortuna. El resto de su vida siguió vinculado al arte, compró la galería más antigua del país, hizo donaciones a museos (donó un Goya al Hermitage, ahora tenido por falso).

Otra fortuna la ganó criando ganado vacuno (Black Angus, una raza escocesa de carne). Más adelante compró por poco dinero un par de pozos de petróleo que resultaron enormemente productivos y se convirtió también en un magnate del oro negro, el director de Occidental Petroleum.

Hammer nunca abandonó la política, ni descuidó sus relaciones con los soviéticos. Cuando estos invadieron Afganistán, intervino para lograr su retirada directamente con Brezhnev, con gran enfado de los diplomáticos estadounidenses en Moscú. Se le ha descrito como «un mediador entre cinco secretarios generales soviéticos y siete presidentes de Estados Unidos».

Las gentes que tienen más dinero del que pueden emplear en vivir bien suelen dedicarlo a que el mundo sea como a ellos les apetece. Les dan dinero a los partidos políticos y a las organizaciones que les gustan, como se hacía y se hace en España. Hammer no fue una excepción, y contribuyó con 54.000 dólares a la campaña presidencial de Richard Nixon. Parte de ese donativo no cumplía con la ley estadounidense, y fue condenado por ello (lo indultó el presidente George W. Bush).

El dinero que se da a partidos políticos acostumbra recuperarse con creces cuando esos partidos llegan al poder, con cargo el erario público. Pero además de esa afición de millonarios que también se cultiva por estos pagos, Hammer practicó otra que no es popular entre sus colegas de por aquí: la filantropía. Dio dinero para la educación, para la salud y para el arte. Mucho. Tras el desastre de Chernóbil en 1986 voló a la URSS con un avión con médicos y millones de dólares de ayuda, y volvió a hacerlo cuando un terremoto sacudió la Armenia soviética.

Una de sus biografías lo tacha abiertamente de espía de la URSS. Un general soviético explicó una vez que Hammer siempre estaba dispuesto a hablar, pero la mayor parte de la información que daba era imposible de verificar. «Trabajaba solamente para él mismo», resumió.

Como dice una página rusa, «Se sigue discutiendo si Hammer era una paloma de la paz o un astuto espía soviético, pero hay una cosa segura: sabía cómo hacer dinero a pesar de la política».

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