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Primera Página es la sección de opinión de eldiario.es Cantabria. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

La derrota como identidad colectiva

Grada de San Siro con aficionados del Atlético durante la final de la Champions League. | ALEX MARÍN

Alejandro Sanz Láriz

Siempre me ha dejado asombrado la tormentosa relación del Atlético de Madrid con el destino; me recuerda a aquellos poetas románticos alemanes que coqueteaban con la muerte. Encabezados por Johan Wolfgan Goethe, quien cuenta en su Werther una desquiciada historia de amores imposibles y suicidio, pero secundados por Friedrich Hölderlin quien busca sus ideales en un mundo pleno de dolor y de angustia.

Me dirán que estoy loco y que, como no soy seguidor de los colchoneros, no entiendo correctamente sus tribulaciones, sus utopías y sus claroscuros, pero enséñenme una lágrima atlética y yo les enseñaré un pozo lleno de alegre nostalgia por lo que pudo haber sido y no fue. Al fin y al cabo la melancolía se define a veces como el agradable placer que genera en algunas almas la tristeza.

Pero es que no dejan de comportarse como sospechosos habituales. Hasta en los himnos que tararean las gargantas más irreductiblemente atléticas destaca en letras negritas “una manera de sufrir” y una desconsoladora “manera de palmar”, que muestra un ADN doliente, regocijado en recordar sus heridas más abiertas. Quién si no es capaz de recordar por los siglos de los siglos el nombre impronunciable de un defensa alemán que los alejó de la gloria. Quién si no mira el brazo tatuado de Sergio Ramos para recordar que el minuto 92.48 les separó de la copa. No lo leen con odio, qué va, lo miran con la complicidad que solo comparte una santa hermandad. Cuarenta y dos años hablando de Schwarzenbeck, dos años hablando de un cabezazo y ahora una eternidad por delante para hablar de los palos.

Hace algunos años, en una campaña publicitaria que seguramente hizo fortuna entre los rojiblancos, un anciano recordaba tiempos pasados y torcía el gesto con un doloroso extertor: “Puto Atleti”. Y hasta la familia Gil soltaba una lágrima de amor cuasimasoquista.

Algunas veces he temido que los racinguistas nos hubiéramos contagiado de una enfermedad parecida. Aquellos años en los que perdíamos cualquier anhelo y rezábamos la monótona letanía. “Claro, es que no nos engañemos, nosotros somos el Racing”.

Pero no; hay una diferencia muy importante. Aquellas semifinales de Copa del Rey perdidas, aquellos descensos crueles, aquella Copa de la UEFA desde Finlandia a París no se aceptaban con engañoso placer, sino con resignada constancia de nuestras propias limitaciones. Marcelino nos curó de pasados espantos y, al menos, nuestra derrota ha sido la de la limitación, no la de un destino maldito confabulado en contra nuestra.

Durante mucho tiempo el fútbol ha sido una válvula de escape con resultados mucho más que dudosos. Hace demasiados años que aprendí a no depositar mis ilusiones en el fútbol, pero quien puede culpar al individuo que busca la comunión en un ideal colectivo. En nuestros delirios más locos ni soñábamos en jugar la Copa de la UEFA, pero vivimos para ver el gol de Gonzalo Colsa en el Parque de los Príncipes; al menos en nuestros sueños eróticos estaba Bo Derek y no Betty la Fea.

Por eso me asombra la identidad colectiva en torno a la derrota como si no importase a qué lado de la línea estar entre vencedores y vencidos, como si el ruido de los suspiros fuera más potente que el de los aplausos. Gloria victrix decían los romanos, gloria a los vencidos, pero el precio de la derrota es demasiado elevado si solo te compra una manera de ser.

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