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Primera Página es la sección de opinión de eldiario.es Cantabria. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

De la fugacidad sobrevenida

La inmensa mayoría de los libros editados en la actualidad tienen una vida muy corta. |

Marcos Pereda

Hace tiempo leí, no sé muy bien dónde (y en este caso la expresión no es un lugar común, no es un intento de dar empaque o fondo o de inventar documentación, sino que de verdad he olvidado la fuente) que la inmensa mayoría de los libros editados en la actualidad tienen una vida muy corta. Vida física, se entiende. En otras palabras, que su papel es de tan baja calidad (o de una calidad tan proporcionalmente justa entre continente y contenido, escojan ustedes) que serán un puñado los que puedan leerse dentro de un siglo. De tan solo un siglo. El resto se nos irán descomponiendo entre los dedos. Polvo eres y polvo tal. Sic transit gloria mundi. Y esas cosas.

Digo que leí esto años atrás, y sé que ha transcurrido bastante porque, de aquella, apenas balbuceaba internet. O al menos no había llegado de forma mayoritaria a un inmenso porcentaje de la población (de la población de cierto poder adquisitivo en un puñado de países, se entiende). En otras palabras, que cuando yo leí lo que he puesto un párrafo más arriba la única puerta de acceso al conocimiento escrito eran los libros. Y esa, casi por completo, se nos iba a desmenuzar dentro de un siglo.

Ya no era el impacto de tantas palabras, de tantas ideas (algunas buenas, la mayoría no tanto), de tantos personajes, argumentos o giros que se iban a perder para siempre. Al fin y al cabo la eternidad está reservada (a veces de forma caprichosa) para unos pocos, y por cada Jean Valjean hay miles de Varney que conocieron en su día la gloria y ahora duermen el sueño del olvido. No era eso. O no solo. Era la idea de fugacidad. De un cierto desprecio por la permanencia, por la trascendencia.

Frecuentemente he tenido que trabajar con documentos antiguos. Manuscritos de hace 200, 300, 500 años. De cuando el papel era más caro, sí, de cuando casi nadie escribía porque casi nadie sabía leer. Pero ahí están, aguantando el paso del tiempo. Testigos (no mudos, hablan… vaya si hablan) de una forma de hacer las cosas. Más artesanal, más pesada y lenta. Mucho más onerosa, casi, casi elitista. Pero que hoy, medio milenio después, nos permite colarnos en las letras, algunas enrevesadas, otras hermosísimas, del pasado. Algo que no podremos hacer con, reitero, la mayoría de lo que ahora se publica. Porque no existirá. Porque será arena pegajosa y molesta.

El futuro será aún más fugaz, y lo será gracias, precisamente, a la Red. Internet es el mundo de lo efímero, de la rapidez, de lo inmediato. Hoy en día se escribe más que nunca, y se publica también más que nunca. Pero muchas de estas publicaciones se realizan sobre una pantalla, son apenas frasecitas evanescentes como estas que ustedes están leyendo ahora. Si se va la luz, si ese milagro ignoto que es la electricidad, falla, desaparecen. Y, una vez que algo se marcha, la magia estará en que vuelva a estar donde estuvo. No sé si me explico. Es como perderse explorando una Fata Morgana en el estrecho de Messina. En su primera muestra del 'Proyecto Nocilla', Fernández Mallo reflexionaba sobre la velocidad a la que evolucionan los soportes del conocimiento. Sobre cómo, en apenas dos décadas, nos será casi imposible leer toda la información almacenada en nuestros discos duros porque, sencillamente, habrán quedado obsoletos. Un nuevo incendio de Alejandría. O casi.

El problema, con todo, es que esa sensación de fugacidad parece haberse trasladado también a la actividad reflexiva. Y, oigan, esto ya es mucho peor. La inmediatez parece imponerse y ahora es más importante opinar rápido sobre algo que opinar sobre algo correctamente. O, al menos, de manera ponderada, que lo otro no viene de serie. Pero el proceso de meditación, de abstracción, sí. Y no está, precisamente, de moda. Si a esto le añadimos las limitaciones de espacio que imponen algunas redes sociales (pongan nombres) el panorama es escalofriante: opiniones inconexas, aceleradas, torpes y, forzosamente, telegráficas.

No digo que esté mal, ojo. Digo que no debería ser lo único. Digo, pienso, creo, que la batalla entre la inmediatez y la reflexión, la ponderación, no tendría que ser encarnizada, sino complementaria. Que la una no descartase a la otra. Y parece que fuera así. Que, forzosamente, el recorrido de las noticias, de los pensamientos, tiene que ser breve. Y que lo es tanto al exterior como al interior, tanto en la posibilidad de permanencia y acceso para aquel a quien interese, como en la reflexión ponderada de quien se tiene que sentar a escribir. Y, a lo mejor, en este caso rapidez rima con fugacidad. Y lo fugaz, aunque atractivo, puede acabar siendo fútil.

Con este paradigma se pierde, además, profundidad. Porque la argumentación rápida, la expresada en pocas palabras casi al tiempo que se produce la noticia, carece de matices. O de tantos como podría llegar a poseer. Puede tener sabor, pero es, forzosamente, superficial. Que, quizás, es otra de las razones para este nuevo tipo de pensamiento. Total, si la mayoría de las veces ya tenemos formada nuestra postura sin meternos en los matices del asunto, para qué nos vamos a romper la cabeza.

Ya sé si estaré de acuerdo en lo que diga alguien en relación no al contenido de su discurso, sino a, precisamente, la identidad de quien lo dice, lo firma, lo presenta. Y entonces entramos en una de esas circularidades tautológicas tan divertidas de las que solo se sale mediante la reflexión, la comprensión, el equilibrado de puntos de vista, la confrontación con lo sabido, con lo que está por saberse. Pero eso lleva tiempo. Y volvemos al principio del artículo, que también tenemos derecho a ponernos tautológicos nosotros, ¿no?

A lo mejor reflexionar sobre la misma posibilidad de reflexión, sobre la calidad del silencio, del caminar despacio, del no caer en juicios apresurados sea, en sí mismo, una actitud ante la vida. Ante lo que fue y lo que será. Ante la desasosegante sensación de que cuando, dentro de cien años, todos los libros de hoy se hayan convertido en polvo quizás, con todo, no estemos perdiendo demasiado…

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