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Primera Página es la sección de opinión de eldiario.es Cantabria. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

“Rentismo popular”: el casero que nos habita

Cartel de 'Se Alquila' en una vivienda

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Cuando abordamos el problema de la vivienda —principal preocupación de la ciudadanía desde noviembre de 2024, según el CIS— solemos adoptar marcos analíticos que proceden de las grandes ciudades del Estado, de Madrid o Barcelona, donde el protagonismo de fondos buitre en el mercado inmobiliario es indudable. Pero, si bien el problema de la vivienda, con la actual burbuja del alquiler y la consecuente expulsión de inquilinos en esos juegos del hambre que es conseguir arrendar un piso son síntomas de un modelo económico enfermo compartido con el resto del Estado, los virus causantes de la enfermedad no son idénticos en todos los territorios, y hay que analizar bien las causas del mal para aplicar el remedio correcto. Eso, por cierto, se proponen hacer La Vorágine y Coop 57 Asturies de la mano de CNSV entre otros colectivos preocupados por la vivienda próximamente.

En Cantabria, como probablemente ocurra en buena parte de la España interior y la periférica, pesa más que los fondos buitre un fenómeno que el historiador y analista de los movimientos sociales Pablo Carmona ha denominado “rentismo popular”, en referencia a la tendencia creciente a convertir la vivienda en valor refugio para las clases medias. Tras la crisis inmobiliaria, y con los rescoldos aún calientes de los desahucios masivos, muchas familias canalizaron sus ahorros y sus miedos hacia la propiedad inmobiliaria, reforzando un modelo que reproduce desigualdad bajo el espejismo de la seguridad. Según datos del Ministerio de Vivienda y Agenda Urbana, de los 3 millones largos de viviendas en alquiler en el Estado, tan solo el 15% son de fondos de inversión, mientras el 75%, pertenecen a particulares. La mitad de ellos son pequeños propietarios, que ganan unos 30.000 euros con sus viviendas y la otra mitad son los multi-propietarios que tienen sus casas como negocio. 

Los datos del mercado inmobiliario cántabro muestran cómo la influencia de los pisos turísticos, la insuficiente oferta de viviendas sociales y la degeneración del mercado libre han incrementado los precios a un ritmo vertiginoso que, por lo general, es asumido alegremente por los caseros. El precio medio del alquiler supera los 800 euros pero ¿quién ha provocado que se haya llegado a estos precios? Cualquiera que alquile: el precio lo suben entre todos. El 40% de las viviendas se compra como inversión, no para vivir, y, por cierto, el 42% de las compras procede de fuera de la Comunidad Autónoma, principalmente de Madrid, lo que revela un proceso de apropiación patrimonial foránea que encarece el acceso local. 

Volviendo a Carmona, en La democracia de propietarios. Fondos de inversión, rentismo popular y la lucha por la vivienda (Traficantes de Sueños, 2022) usa la expresión “democracia de propietarios” para describir el modo en que el capitalismo español —desde el franquismo hasta hoy— ha construido un consenso social en torno a la propiedad inmobiliaria como base de ciudadanía y pertenencia política. Según Carmona, el ideal de que “todos debemos ser propietarios” ha funcionado como mecanismo de integración y pacificación social, articulando la hegemonía neoliberal a través del deseo de posesión privada del hogar. 

El “rentismo popular” es la consecuencia directa de esa democracia de propietarios: cuando el acceso a la propiedad se convierte en el horizonte común, incluso las clases medias y trabajadoras adoptan la lógica rentista, lo que difumina las fronteras entre “víctimas” y “beneficiarios”. No se trata, ya, de ricos y pobres, pues la figura de propietario es transversal. El propio concepto tiene un poder descriptivo limitado, dada la variedad que reúne, pero apunta con certeza la lógica subyacente a que mientras 1,7 millones de personas eran expulsadas de sus hogares entre 2008 y 2015, muchas familias reforzaban sus patrimonios inmobiliarios y ya hoy, con salarios en descenso y precios en alza —la vivienda en alquiler se ha encarecido un 94% en diez años, según el Índice Fotocasa—, los beneficios de los propietarios están sobradamente asegurados. Por cierto, que el papel de las inmobiliarias ha sido y es tóxico: no profesionalizan el sector sino que estimulan el conflicto, inflan los precios y, en general,  impiden un trato directo y honesto —humano— entre quienes alquilan y quienes necesitan una vivienda.  

Al calor de esta “democracia rentista” surge la figura social del “inquilino precario”, víctima de esta fase postcrisis en la que los desahucios ya no se deben a hipotecas impagadas, sino a alquileres imposibles. La Ley de Vivienda de 2023, que iba a bajar los precios y acabar con los desahucios, introduce límites a los grandes tenedores, siguiendo el mantra de culpar a malvados de puro y chistera, pero deja intacta la especulación de la pequeña y mediana propiedad, mayoritaria en comunidades autónomas como la nuestra, estimulándola incluso mediante exenciones fiscales. 

En España, hoy el trabajo tributa más que la renta inmobiliaria, mientras las familias con menos ingresos destinan el 60 o el 70% de ellos al alquiler de la vivienda y el pago de suministros. De ahí surge también el llamado “desahucio invisible”, la no renovación de sus contratos y la expulsión silenciosa de lo que fue su hogar a inquilinas e inquilinos a quienes se deja en la calle para volver a introducir la vivienda en el mercado con una subida abusiva de un 30, un 50 o un 70% del precio. Nos encontramos ante una retícula de conceptos que sirven para observar un cuadro complejo y, a la vez, muy sencillo: una ambición devoradora, desclasada, rara vez no empapa a quien posee vivienda en alquiler, y las leyes y el discurso político lejos de ponerle cota le dan alas. Los 800 a 1.200 euros de media por un alquiler en Santander no se piden solos y la mano invisible del mercado no es un fantasma que coja por la pechera a nadie. 

Las estrategias de los partidos se hacen plenamente inteligibles al calor de estas precisiones: de un lado, la timorata actitud del PSOE que, pese a pretenderlo, no se atreve a intervenir decisivamente en el mercado del alquiler, en buena parte para evitar ponerse en contra al rentismo; de otro, la derecha, que conecta con el ‘sentido común propietario’ y miente sin complejos azuzando un fantasma de la ocupación que los datos niega, generando lástima con el imaginario protagonizado por el santo ahorrador a quien los malvados usurpadores roban el pisuco comprado con los esfuerzos de toda una vida, tal vez para completar la educación de los hijos o nietos, una consulta sanitaria privada, o la pensión —y de paso lanzan el mensaje de que lo público no llega ni es seguro—. En el caso matrio, el PP autonómico legisla sin disimulo del lado del rentista, llegando a hacer convivir en la Oficina de Emergencia Habitacional las problemáticas, completamente asimétricas, de inquilinos y caseros. Y en los movimientos sociales a menudo los fondos buitre ocultan la problemática de los buitres de fondo que pueden ser nuestros padres, nuestros vecinos o incluso… ¿nosotros mismos?  

Se trata de un entramado estructural que confiere al rentismo una pátina de decisión racional que trata de desalojar la parte de decisión ética, personal e intransferible, que conlleva, e instala un modelo en el que la búsqueda de seguridad individual genera inseguridad colectiva. Un modelo que se inserta, a su vez, en lo que Brett Christopher denomina “rental capitalism” o capitalismo rentista, variante del sistema en la que los ingresos, la riqueza y el poder van a quienes poseen, en lugar de a quienes hacen las cosas. Los ricos siempre fueron vagos, pero ahora lo son más: más ricos y más vagos. En una economía “impregnada por un ethos propietario en vez de empresarial”, el ritmo de la reproducción social ya no lo establece la feroz competencia existente en la esfera de la producción de mercancías sino la protección y explotación intensa de activos escasos y con tendencias perjudiciales para la innovación, ya que la seguridad del rentismo desincentiva inversiones que potencien la productividad. 

En medio de este panorama, me vienen a la mente las palabras de Gaston Bachelard en La poética del espacio: “La casa es nuestro rincón del mundo, nuestro primer universo. Es, verdaderamente, un cosmos”. En su topoanálisis, exploración de los espacios de nuestra vida íntima, la casa se revela como el dentro acogedor que nos permite salir al mundo y como condición del recuerdo pues, cuando el tiempo se difumina, la memoria se encarna en espacios: rincones, pasillos y habitaciones. En el hogar reside la raíz de nuestra identidad. 

Si pensamos la vivienda desde esa dimensión simbólica, el problema económico revela su dimensión ética. Para el rentista medio, estas reflexiones serán incómodas, casi intolerables: su bienestar depende de una estructura que niega a otros la posibilidad misma de habitar. Convertir el hogar en un instrumento de renta puede dinamitar el suelo donde la vida se hace posible, por eso hay que asumir individual y colectivamente la responsabilidad que implica. No hay pretexto posible.

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