Primera Página es la sección de opinión de eldiario.es Cantabria. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.
La vida común frente al ruido digital
Eróstrato fue un pastor de la Antigua Grecia, allá por los tiempos en que Alejandro Magno llegaba al mundo, que quemó un templo sagrado únicamente para que su nombre se recordase. La estupidez en que degenera la preocupación mal digerida con la fama ya hacía de las suyas bien temprano en la historia occidental. Como aquel pirómano, abundan en la actualidad los especímenes dispuestos a todo por conseguir un 'like' en redes sociales. Es lo que se denomina, por alusiones, “Síndrome de Eróstrato” y el problema es que hoy los Eróstratos o las víctimas de cierto porcentaje de 'erostratez' se cuentan por miles.
La fama es una de las drogas duras del siglo XXI y va acompañada de ruido, mucho ruido, barullo ambiental que es tan malo para la comunidad como para nuestras singularidades. Como buena droga, tiene sus camellos, todos y todas las que participamos en las redes sociales, y también sus narcos, los Zuckerberg y los Musk, que se lucran de efectos cuya intensidad es directamente proporcional a la inanidad del motivo del minuto de gloria. Un tweet, un tiktok, una foto o un reel en Instagram, un video en YouTube… cuanto más idiota o fútil, más enganchado dejarán al sujeto a la espera de un subidón que nunca supo bien por qué llegaba.
El llamado “Fake Famous”, es un experimento social, realizado para un documental de Nick Bulton en 2021 en el que tres personas no famosas intentan convertirse en influencers en redes sociales fingiendo ser famosos, comprando seguidores y simulando un estilo de vida lujoso. Por su parte, el “existencialismo digital” es la modalidad de popularidad inmediata que llega por no hacer nada en particular, por existir de manera peculiar, avalando la idea de que la falta de esfuerzo puede ser un atractivo en sí mismo. Estos y otros fenómenos propios de las redes generan exfamosos del instante que pasarán el resto de su vida anhelando la llegada otro momento de celebridad random que probablemente nunca vuelva. Son comportamientos de “like-adictos” capaces de exponerse a situaciones de riesgo o a entregar su vida íntima al escrutinio público, obsesionados con el reconocimiento y la popularidad traducidos en 'Me gusta'.
Un minuto de notoriedad idiota no es tan dañino para quien lo vive como la fama obtenida por, pongamos, una premio Nobel, aunque la fama, per se, tiene peligrosos efectos secundarios. Epicuro, ya en el siglo IV antes de nuestra era, advirtió sobre los peligros de placeres no naturales ni necesarios como el éxito y la fama. Hoy no son pocas las voces de la comunidad científica que alertan de la naturaleza de plataformas como Instagram, Facebook o Tik Tok que no son simples herramientas de comunicación, sino sistemas con capacidad de moldear la conducta. Ante todo, son una herramienta de negocio y su producto estrella son nuestras propias vidas, entregadas y expuestas con la coartada de una gratuidad que no es tal, pues nos convierten en productos.
Los expertos denuncian, asimismo, cómo estas redes operan manipulando emociones, incentivando la agresividad y la polarización, y dando cabida a verdades excesivamente parciales y mentiras con ínfulas de verdad que degradan la calidad de nuestras relaciones y nuestra percepción del mundo. Chamath Palihapitiya, exvicepresidente de crecimiento de usuarios en Facebook, ha advertido de que, a corto plazo, el modelo de retroalimentación propio de la cultura del like, basado en descargas de dopamina, está deteriorando el funcionamiento de la sociedad con mecanismos diseñados para captar y retener la atención, algo que genera dinámicas erosivas de nuestra capacidad colectiva para comunicarnos, deliberar y mantener vínculos sociales sanos. Resultaría, así, que las redes están siendo convertidas en enemigas de lo común.
El partidismo ha entrado, con mayor o menor implicación y acierto, en las redes sociales y sus dinámicas, y si la democracia ya sufría por las dinámicas de hambre de poder de esas agencias de colocación de arribistas que son a menudo los partidos, ahora hemos de sufrir el afán de notoriedad que se alía con el extremismo, que no la radicalidad, en entornos virtuales, generando un ambiente especialmente amable para la extrema derecha. Las redes pueden crear burbujas informativas donde en ausencia de debate, se refuerzan posturas, y en las que triunfa el gregarismo y el seguidismo del líder, conductas bien valoradas en la derecha extrema, tan alérgica a la libertad que no sea la de los mercados.
Se ha estudiado, por ejemplo, el comportamiento en redes de Isabel Díaz Ayuso y sus seguidores o fandom, los ayusers, concluyendo que, mientras ella utiliza en Instagram estrategias características del discurso publicitario y comercial de los influencers, con contenido que alude a marcas y celebridades más que a representantes políticos o iniciativas de gobierno, su fandom se centra en ensalzar su atractivo físico y, sobre todo, en atacar a la izquierda, autonómica y estatal. Así, ella se muestra siempre activa y positiva, respondiendo a la lógica instagramer del “buen rollito” y al mandato cultural de la feminidad complaciente, mientras que son sus seguidores la máquina de guerra encargada de los contenidos políticos y el ataque. Hay un trabajo inmenso y en absoluto menor en determinar cómo contrarrestar este tipo de estrategias y conseguir hacer atractivo un uso de las redes que no se rinda a las más bajas pasiones, que sirva para cuidar de las comunidades y no para estrecharlas o minarlas.
En La resistencia íntima (Acantilado, 2018), Josep María Esquirol defiende que la vida cotidiana y sencilla no es banal ni mediocre, sino que posee una dignidad y una excelencia propias, a menudo invisibilizadas frente a valores como la fama, el poder o el prestigio. Las tareas diarias y el cuidado del alma tienen tanto o más valor que la creación artística o la vida política entendida de forma elitista, por no hablar de la popularidad como flor de un día. Además, la plenitud de la vida corriente es accesible a muchos y muchas, no funciona con lógicas excluyentes, a diferencia de la fama, la riqueza o el poder, que aparte de depender de la apariencia, están reservados a una minoría. Reivindica, por ello, una ética “popular” o democrática de la sencillez, con una fuerza duradera y una forma profunda de excelencia que está por ver si cabe y puede ser contagiada en redes como Tik Tok o Instagram.
En el interín, dado que queda tanto por trabajar y aprender, y especialmente, en estos días festivos que proporcionan un pretexto para reunirse y disponer de algo más de tiempo, quizá valga la pena regalarnos una tregua en la sobredosis virtual de celebridades del instante y ver qué ocurre si el móvil queda, por un rato, fuera de la mesa, poniendo un candado al hábito de desplazarse compulsivamente por contenidos banales, para vivir, por ejemplo, ese momento cotidiano y sencillo de compartir tiempo y sabores alrededor de la mesa, un gesto que en su inmensa sencillez nos conecta con lo mejor de lo humano. Y vuelvo a Esquirol: “La vida en común depende del comer juntos […]. El pan, la sal, la fiesta, el duelo y la paz: de todo esto que se comparte depende la siempre difícil y precaria comunidad del nosotros”. Mi deseo para este 2026 que ya llega es que quienes así lo deseen puedan disfrutar de la riqueza que supone pasar sus días bien acompañados. No hay riqueza comparable.
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