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Salvar neuronas en la ciudad pequeña y menguante
El físico Kip Thorne apuesta por la vida inteligente en otros planetas. Hombre, yo también. Pero tengo que vivir en este. Y en una ciudad pequeña, además.
¿El tamaño importa? Qué curioso que se haga esta pregunta con tanta frecuencia: la mayor parte de las veces sí. El bocadillo, el trastero, el rechazo… enseguida se agolpan las ocurrencias donde el tamaño importa mucho, pero no pasa lo mismo con las contrarias.
La importancia del tamaño de la ciudad en relación con la cantidad y la calidad de las ideas de sus habitantes se ha estudiado también. Lo sé por Steven Johnson, profesor de videojuegos y divulgador científico estadounidense que domina el arte de la escritura con la misma maestría que ha convertido a tantos de sus colegas en influyentes opinadores. Y que son una bendición para los mortales comunes que, ignorantes de las matemáticas, no podemos entender qué descubren los científicos sin estos intermediarios.
El tamaño de la ciudad es crítico para generar ideas, explica Johnson, refiriéndose a las investigaciones de otro científico, un tal West, que ha comprobado que una ciudad diez veces mayor que su vecina no es diez veces más innovadora, sino 17 veces. Y una ciudad 50 veces mayor que otra es 130 veces más innovadora. Con todo lo mal que se habla del ruido, de la aglomeración y las distracciones, nos cuenta Johnson, las leyes de West sugieren que “el habitante de una ciudad de cinco millones de habitantes es tres veces más creativo que el de una población de cien mil”.
La cosa guarda relación con la cantidad de información que recibimos, y especialmente con la variedad de la misma. Está claro que en una ciudad más grande lo que nos llega es más variado, y sobre todo está menos filtrado. Porque aquí tiene importancia esta carencia de filtro: es el mismo mecanismo que el de la tormenta de ideas, donde importa la cantidad de las ocurrencias que se comparten y no la calidad de las mismas. Tiempo habrá para seleccionar, dejar crecer y pulir lo que haya de aprovechable, pero para generar importa la cantidad acrítica. Un entorno que permita perder el miedo a decir tonterías, como el que se busca en las tormentas de ideas, libera nuestra capacidad creativa. Soltamos perlas y tonterías sin evaluar si son unas u otras, tan rápido como podamos, y a más producción más posibilidades de encontrar perlas después.
Pues bien, este mecanismo tan conocido a la hora de generar, es útil también a la de recibir: tendremos mejor material para pensar si escuchamos todo lo que nos llega, sin rechazar nada, ya habrá tiempo después de seleccionar.
Pero nuestro comportamiento habitual suele ser el contrario. Muchas veces tenemos las respuestas antes de formular las preguntas, y todos conocemos conciudadanos que siempre, no muchas veces, se encuentran en esa posición. Y así no hay quien genere ideas. Entran cosas conocidas, salen cosas conocidas.
En 'Where good ideas come from' (¿De donde vienen las buenas ideas?), Johnson enuncia siete principios que favorecen la generación de ideas, a saber: lo posible adyacente, redes líquidas, la intuición prolongada, serendipia, error, exaptación, plataformas. No hay aquí espacio para desarrollar su explicación; mencionemos solamente una de ellas que tiene mucha relación con el tamaño de la ciudad: la serendipia.
La serendipia es un hallazgo afortunado cuando se está buscando otra cosa. Por ejemplo, usted podía estar intentando hoy leer uno de los bodrios sangrientos de Jiménez Losantos y por una extraña casualidad ha acabado aterrizando en el presente iluminador artículo (y ha leído hasta aquí, lo cual ya no es atribuible a la casualidad sino a que tiene usted las neuronas funcionando debidamente). El presente iluminador artículo puede inducirle a leer a Steven Johnson y en consecuencia cambiar su vida a mejor para siempre jamás, ¡bendita serendipia! Pues bien, ¿dónde cree usted más probable un hallazgo no buscado, entre cien mil o entre un millón de habitantes…?
Hay otra cuestión que Johnson no menciona, pero que me parece de importancia: la conciencia de nuestra propia presencia en las ciudades pequeñas, mucho más diluida en urbes mayores. En una ciudad pequeña uno tiene muchas menos posibilidades de encontrarse con personas y cosas inesperadas, pero muchísimas más de encontrarse con conocidos. Como resultado, uno tiende a preocuparse más por su aspecto, por suprimir cualquier señal discordante con el papel que quiere representar en la comunidad. Y esa actitud le lleva también a suprimir cualquier idea discordante con ese mismo papel: en otras palabras, la gran urbe se aproxima a la tormenta de ideas y la ciudad provinciana a la representación teatral, cuyos actores han memorizado un papel del que no deben salirse. ¿Dónde hay más posibilidades de que se nos ocurran ideas nuevas…?
Con frecuencia la presión para que uno represente simplemente su papel es tan intensa que no se siente la necesidad de tener ideas nuevas: podemos repetir las viejas hasta el infinito. Pero, del mismo modo que muere un hada cada vez que un niño dice que no cree en ellas, nosotros matamos chorrocientas mil neuronas cada vez que repetimos un lugar común. Y son nuestras propias neuronas. Y a algunos nos gusta pensar, qué le vamos a hacer, y queremos conservar hasta donde podamos esa capacidad. Así que repasamos la lista de Johnson y miramos lo que podemos hacer en la ciudad pequeña.
Que son bastantes cosas, la verdad. Pero si la ciudad además de ser pequeña mengua, la dificultad de conservar nuestras neuronas vivas y en buen estado de revista se ve todavía más amenazada. Y nos acordamos del otro lado del espejo, donde para permanecer en el mismo sitio hay que correr al límite de tus fuerzas. ¿Y si quieres avanzar? Ah, entonces hay que correr el doble de deprisa.
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