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Primera Página es la sección de opinión de eldiario.es Cantabria. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

Viajes de tinta y papel

Marcos Pereda

Viajar de la mano de una obra de ficción tiene algo de especial, de mágico. Significa sumergirte en una mitología que no es propia pero tampoco del todo ajena, pasear por unos nombres que pueden ser reales pero que desde el mismo momento en que aparecen en las páginas impresas resultan un espacio difuso entre lo táctil y lo etéreo. Porque está claro que no es lo mismo el Barrio Chino de Barcelona que el Barrio Chino de Barcelona de Marsé. Aunque calles y lugares sean idénticos. Uno está más cerca del suelo, el otro linda con Yoknapatawpha, con Macondo. Vecindades alternas, en cualquier caso.

Por eso resulta tan diferente conocer una ciudad, un paisaje, ciertas sendas, de la mano de las frases. Pasear por el Londres de Holmes, por el minucioso París de Víctor Hugo, por el México DF vitalista pero decadente de Roberto Bolaño. Los Pirineos de Christian Laborde, la naturaleza áspera y agreste de Julio Llamazares, el resoplar atlántico, celta, que late en los cuentos de Manuel Rivas. No importa que la obra tenga décadas o siglos de antigüedad, porque uno aun puede rastrear las huellas alucinadas, dolorosamente propias, de Don Quijote por la llanura manchega. Supone, ni más ni menos, compartir una mirada, acariciar otras palabras. Vivir a través de lo leído, que es vivir dos veces, quizás.

Pero no crean que hace falta irse lejos para disfrutar de un viaje literario, de una senda de esas que tienen piedras y barro, sí, pero también tinta, papel, olor a páginas recién abiertas. En esta Cantabria nuestra (también suya, no enarque las cejas, es algo que debe ir asumiendo por muy snob que sea) podemos coger la mano a un libro y dejar que nos lleve por lugares con nombre de novelón decimonónico o de versito modernista, por ejemplo. Y casi sin salir de casa, oigan, que siempre es más sencillo y más barato.

Seguramente si buscamos esta experiencia cultureta-dominguera la elección más sencilla sea confiar en José María de Pereda, señorón que tanto escribió sobre esta tierra. Así, entre bardas montunas, camberas y brañas, acompañamos a Marcelo, urbanita de pura cepa, en sendero agitado que une, Peñas Arriba, Campoo con Tablanca, trasunto apenas oscurecido de la Tudanca enneblinada que verdea camino de Polaciones. De valle a valle, de bárcena a bárcena, en un recorrido que se puede reproducir con precisión hoy en día (la verdad es que Pereda anduvo atinado aquí, pese a conocer apenas la zona, que solo había visitado durante sus aventuras políticas), y que susurra pagano cuando asoman los dólmenes de Sejos entre el campaneo ahogado de las vacas. El final, en esa Casona blanca y enorme donde se custodian originales del 27, es epílogo ideal para el caminante, con las pindias calles empedradas, musgosas de humedad, y un olor leve a madera ardiendo en lares y chimeneas.

Con todo, si usted es de los que prefiere el viento salado, esa caricia casi orgánica que se le pone a la mar cuando juguetea a hacer espuma en la orilla, también puede paladear el litoral en las páginas de algunos libros. Pasear por los versos de Jesús Cancio, poeta del mar y de Comillas, con ese aire de arquitectura de cuento gótico. O deslizarse por la costa santanderina de la mano de Amós de Escalante, espíritu romántico por doquier. O, en suma, volver a dejarnos llevar por Pereda (el escritor, no el firmante) y recorrer la ciudad en el XIX, con sus Sotilezas y sus Nubes de Estío.

La Santillana de Ricardo León, con 'Casta de Hidalgos', el espectacular Puerto Calderón de 'Ave Maris Stella' o la Luzmela melancólica y ensoñada de Concha Espina son otras opciones. Incluso el viajero, si tiene resuello, puede optar por visitar uno de esos muchos pueblos ya deshabitados que existen en Cantabria de la mano del mayor orfebre del idioma que por aquí ha emborronado cuartillas, aquel Manuel Llano juguetón de palabras y leyendas que hizo discurrir en el cabuérnigo Llendemozó una de sus más deliciosas novelas, titulada bellísimamente 'El sol de los Muertos'. Pasear ahora por los muros abandonados de este Llendejosó literario, que dijera el de Sopeña, ver los blasones desgastados en casas doblemente solariegas, como la de Quevedo, es una experiencia especial, impactante. Donde hubo, no hay, donde existió nada queda. Solo piedras, piedras gastadas, caídas, mutismo de historias. Un puente, un Camino Real, una pequeña capilla. Y nadie. Un despoblado, dicen. Un cachito de alma arrancada.

Todo está ahí afuera, al alcance de su mano. Como la Peña Cabarga de Diego o Hierro, o la Liébana de Gadow, el San Vicente de la Barquera de Laurent Vital, el Molledo de Delibes (sí, también él), el Besaya de 'La Puchera'. Todo, tan a mano. Caminar entre páginas, entre senderos de palabras, vargas de sonidos, seles de susurros. Allí, donde se esconden los soles y al anochecer, en voz baja, se cuentan historias frente al hogar. Tan fáciles de conocer. Tan cerca.

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