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Lorenzo Silva: “No es casualidad que Manuel Azaña reivindicara el carácter de la revolución comunera”

Lorenzo Silva en la plaza de Padilla de Toledo

Francisca Bravo Miranda

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Toledo, 1520. Ahí empieza la última novela de Lorenzo Silva, 'Castellano'. ¿Novela? ¿O ensayo? ¿Memoria? Aunque en realidad empieza hablando de lo que llama su “déficit de identidad”, por haber nacido en 'Castilla La Nueva' en una familia, mitad castellana y mesetaria, mitad andaluza. A partir de sus propios orígenes, el famoso escritor ha aprovechado el año del V Centenario de la revuelta comunera para ofrecer su último trabajo y aprovechó de recorrer las calles de Toledo para presentarlo. “Toledo, la capital de los reyes visigodos, el corazón del viejo reino del que Castilla se siente sucesora”, escribe.

La visita de Silva acabó en San Juan de los Reyes, monumento donde empieza la novela. Un templo, describe, como una iglesia que nació para acoger “el sepulcro de los católicos reyes”. En este templo hay un franciscano. Un franciscano que está liderando una asamblea, a una “multitud” en el templo. “Toledanos, merece la lealtad y el servicio de sus súbditos el príncipe que es antes leal a su reino, pero aquel que le demanda lo que no puede darle, y antepone otros reinos y cuidados, no puede esperar que se cumpla su voluntad”.

Es lo que quería transmitir en su libro, explicaba Silva durante su paseo de presentación por la capital castellanomanchega: que la revolución comunera fue una revolución que salió adelante gracias al descontento de la gente común y también su apoyo, que fue lo que mantuvo encendida la mecha de la rebelión diez meses después de la batalla de Villalar. Es algo que consiguió María Pacheco, recuerda: “Consiguió hablar de tú a tú con la gente más humilde”. Esto, a pesar de ser parte de la nobleza de la ciudad, e incluso de poder beneficiarse de los impuestos que fueron los que motivaron la revuelta popular.

“Ella consiguió resistir hasta el final, apoyándose en la gente más humilde de Toledo”, explicó desde la Plaza de Zocodover, donde recordó el “baño de multitudes” que se dio el Obispo Acuña al llegar a la ciudad, “uno de los jefes militares más aguerridos y violentos”. “Vino a ver si lo nombraban arzobispo de Toledo, pero no lo consigue. La gente se va con María Pacheco”, recalca.

Silva recuerda que la revuelta comunera ha sido denominada como la “primera revolución”, porque agrupó a todo el reino de Castilla y llegó a acoger una Asamblea Legislativa. “Reivindicaban que un Gobierno que viene de fuera no puede utilizar el reino para su provecho personal, y de esta idea se apropian eclesiásticos, comerciantes, capitanes o gente del pueblo, un movimiento transversal”, recalca. De hecho, señala que los liberales del siglo XVII invocan “una y otra vez” el precedente comunero, precisamente por esta razón.

Desde la Plaza de Zocodover, Silva llega a la iglesia de San Román, una parroquia en el centro de Toledo, en la que explica el papel que tuvieron estos templos para tomar decisiones políticas. “La iglesia tenía sentido de asamblea política también”. En la plaza en la que se ubica la iglesia está la estatua de Garcilaso de la Vega, cuyo hermano, Pedro Laso fue parte de la revuelta comunera para luego traicionarla. Fue su carácter comunero el que también condenó finalmente a Garcilaso, que peleó en la batalla de Olías del Rey en 1521.

“Este hombre que prestó muchos servicios al emperador, fue a la boda de su sobrina, hija de líder comunero, y por eso terminó encerrado”, recalca Silva. Es una muestra de la “durísima” represión del bando realista, que no perdonó a más de 300 personas e impuso “graves” impuestos a las ciudades que se levantaron como comuneras. “Hubo 300 personas condenadas casi a muerte y dejó a estas ciudades arruinadas”, recalcó Silva.

Todo, por extirpar a los comuneros de la memoria castellana. “Quería dejar huella en los castellanos para que no se volvieran contra el poder”, recalcó. Lo mismo ocurrió con Juan de Padilla, cuya estatua en la plaza homónima fue otra de las paradas. Su casa se derribó hasta los cimientos y luego se aró con sal, para impedir que nada creciese allí, explicó el escritor. “Juan Padilla estuvo 494 años sin tener memoria en una ciudad por la que dió la vida”, recalcó, hablando de la estatua del toledano, alzada en 2015.

Recuerda que el dirigente comunero escribió una carta a Toledo diciendo todo lo que hizo por la ciudad y que fracasó. En la estatua, sujeta unos grilletes abiertos y unos documentos oficiales. Los grilletes abiertos, resalta Silva, “resaltan su carácter libertador”. “Azaña también recordaba a Juan de Padilla por su carácter libertador”, recalca. También es la libertad de impuestos abusivos, de una “sobreimposición” a los castellanos.

Por otro lado, los documentos, marcan también el carácter de la revolución comunera, que buscaba amparo legal bajo Juana I, la reina “legítima”. “Cuando pierden a su reina, empiezan a funcionar solos y han de construir una legitimidad. Por eso crean la Santa Junta, que consideran legítima autoridad del Reino y aprueban capítulos, como los de Tordesillas que regulan los aspectos del Reino”, explicó.

“Fue una revuelta de todo el reino y las ciudades son solidarias. Eso no pasa en ningún movimiento en Europa. Los comuneros ven una diferencia entre el rey y el Reino, y afirman que no puede prevalecer el capricho del rey, sino el interés del Reino. Esto lo decían en 1521 faltaban más de 200 años para la Revolución Francesa”, recalca el escritor. “No es casualidad que Manuel Azaña reivindicara el carácter de la revolución comunera”, concluye.

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