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Aguantando en las aulas: cuando confundimos a la profe con el cubo de basura

Un aula vacía, en un colegio

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Mi abuela solía decir “que no te dé la vida todo lo que eres capaz de aguantar”. Pertenecía a la sufrida generación de la guerra. Con una infancia precaria pero feliz en la Andalucía profunda de principios de siglo XX, el destino hizo la puso en su adolescencia a servir en un cortijo de un pequeño pueblo de Granda. Sí, el escenario creado por el autor del libro Intemperie existía en aquella España, y mi abuela lo vivió. Ella podría haber sido la joven que vivía en esa casucha de los sirvientes de Los Santos Inocentes.

Mi abuela sufrió aquella servidumbre y no la olvidó nunca, quedó marcada por ella y en cierta medida no dejó de vivir réplicas de la misma con otros moldes. Cuando se casó creyó que su suerte había cambiado con un buen hombre con el que cuidaba un campo ajeno. Pero de la noche a la mañana aquel campo quisieron venderlo y les echaron, con una mano delante y otra detrás. Mis abuelos con ya tres hijos se plantaron en Madrid buscando un presente y un futuro para su familia. Lo encontraron, pero al precio de dejarse la vida por el camino.

Mi abuelo literalmente, murió antes de lo esperado por un riñón cansado que dejó de funcionarle. Vivió lo suficiente para ver crecer a sus seis hijos, incluida la pequeña por cuya vida ningún médico apostó demasiado por la cantidad de complicaciones que su cuerpo traía consigo. Mi abuela le sobrevivió, sacó contra todo pronóstico a su hija pequeña adelante, y analfabeta como era, como su tiempo la obligó a ser, se desenvolvió en un Madrid hostil, tirando de su carro, del de sus otros cinco hijos e incluso la carreta de algún nieto.

Mi abuela aguantó mucho. Aguantó carros y carretas de la vida, pero una cosa que nunca soportó fue la mala educación. Ella, que tanta escasez había sufrido y tanta injusticia había visto a su alrededor, comprendía que la dignidad humana tenía poco que ver con el dinero y mucho con el respeto. Era necesario tener un sustento básico para vivir dignamente, sin duda, pero a partir de ahí era imprescindible para ella el respeto, mutuo y ajeno, para desenvolverse en la vida. Las formas eran esenciales para que las estrechas costuras de la convivencia no saltaran.

El otro día en el instituto explicándoles a mis alumnos que hay ciertas cosas que los profesores no podemos consentir, que las faltas de respeto son otro tipo de violencia, me respondió un alumno que para eso nos pagaban, para aguantar. No me lo dijo con mala fe, lo soltó de su boca con una gran verdad. Me quedé boquiebierta, le contesté con un rotundo “No te equivoques. Estamos para enseñar, no para aguantar la basura de todos vosotros”, pero a quién queremos engañar.

Este alumno ha escuchado este mensaje seguramente en su casa, entre los amigos, porque es el pensamiento que impera. Son muchos los alumnos que llegan a secundaria con unos modales deplorables, con una incapacidad de empatizar que abruma, con una ignorante soberbia que deja helada a cualquier persona con un mínimo de sensibilidad. Instituto y afectividad o delicadeza hoy no forman parte del mismo campo asociativo. Sí lo son embrutecimiento y aborregamiento. Desgraciadamente es la ley del más fuerte la que se termina imponiendo, y los profesores vemos desfilar ante nosotros una gran cantidad de situaciones esperpénticas que en muchas ocasiones nos desbordan. Los macarras de turno son cada vez más, tienen más voz, cara para todo, seguidores y una gran sensación de impunidad.

Otro alumno me dijo el otro día “profe, eso de gracias y por favor es que está pasado de moda”. Llámame clásica, le dije. Entre ellos se llaman de todo, y si les llamo la atención, la alumna a la que han llamado idiota me dice que no pasa nada, que es lo normal.

“Qué equivocados, pobrecillos”, pienso. Pero en realidad la pobre soy yo, que como un saco de boxeo aguanto cada día sus salidas de tono y faltas de respeto, entre ellos o en ocasiones, afortunadamente las menos, directamente conmigo, que utilizan sin siquiera percatarse de ello, porque muy posiblemente en su casa se hablen igual o peor. Mi abuela aguantó lo que la vida le echó, que no fue poco. Cuánto tenemos que aguantar los profesores en este siglo XXI en la lucha diaria para que los jóvenes se formen como personas.

Lo siento, pero si queremos avanzar en los institutos es necesario que se venga llorado y educado de casa. Como esto no sucede, ahí andamos dejándonos los cuernos para compensar la carencia. Entre medias sé docente, evalúa, programa actividades, resuelve los conflictos, ahonda en los problemas individuales, habla con los padres, vigila faltas, prepara clases, corrige exámenes. ¿Que quieres cuidarte porque lo necesitas para el tute diario al que te enfrentas? Mira no te quejes, que con los dos meses de verano que tienes vas que chutas. Que menuda suerte, ya nos vale. Y entre tanto a aguantar.

Me pregunto qué hubiera pensado mi abuela si hubiera podido estar un día en mi instituto. Con lo que a ella le hubiera gustado leer y aprender. Sin duda se escandalizaría. Sí, pondría una cara de sorpresa que era muy característica en ella y soltaría un “uy, uy, uy”. También es muy posible que se riera mucho, no es para menos, y que me dijera, “tú, hija, no aguantes ni una. Que ya me tocó a mí aguantar”. Y alguna habrá que aguantar, pero de eso a convertirnos en saco de basura donde soltar las miserias de la sociedad va un tramo. Claro que voy al centro de salud y leo carteles en la consulta del médico estilo “Tu respeto me ayuda a hacer bien mi trabajo” o en la televisión se promociona un anuncio para que los padres no vayan al fútbol a increpar a sus hijos.

Al verlos pienso en esos alumnos que se creen con derecho a todo, que en pocos años serán adultos y si alguien no les frena estarán ahí, tensando al médico o gritando a su hijo en el fútbol. La sociedad que construimos entre todos. Y los profes, en primera línea de trinchera. Aguantando.

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