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La Historia es muy distinta en una dictadura y en una democracia. Es sabido. En una dictadura la Historia es indistinguible de la propaganda. En la película 'Quo Vadis, Aída' de la directora Jasmila Zbanic, vemos al general Mladic haciéndose acompañar de una cámara mientras hace Historia (a su bárbara manera) cuidándose mucho del ángulo de enfoque.
En la democracia, salvo que sea fallida o muy imperfecta, la Historia ofrece una mayor riqueza de registros y por tanto una aproximación más fiel a la verdad.
En uno de los últimos artículos de David Trueba para El País, puede leerse: “Algún día habrá que analizar junto a la labor de Pablo Iglesias el modo de enfrentarse contra él que adoptaron sus rivales. Se ha recurrido al acoso domiciliario, al insulto desmesurado, a la compra de testimonios fraudulentos y a la fabricación de informes policiales enlazados a un periodismo que denigra la profesión. Lo cual deja detrás un reguero bochornoso para nuestra democracia”.
He ahí material para la Historia. Material que se nos antoja grueso y desasosegante, de esos que dejan reguero. Es bueno practicar esta variedad de registros para que en el futuro la Historia no resulte ahogada en un discurso monótono convertido en salmodia, o lo que es peor, en propaganda. 15M, aniversario. Por un momento nuestra democracia pareció viva y no letra muerta. Nuestras Instituciones no entendieron nada o no quisieron entender. No les convenía. Y así siguen.
El 15M podría empezar mañana mismo otra vez. Marian Martínez-Bascuñán escribe: “Lo curioso es que aún nos sorprendamos de que Podemos canalizara aquella indignación, pero lo cierto es que el 15-M ensanchó el perímetro de la representatividad. Nos molesta el conflicto, la fragmentación, la polarización... ¡Todo es un desastre! Pero esa elite extractiva que envejeció de súbito ante el aullido de la Plaza de Sol raras veces se pregunta por su responsabilidad en todo aquello”.
Ahora que algunos reivindican el glorioso pasado del fascismo y se aplican a la “reconquista” de aquellos tiempos cutres, la Historia viene a nuestro rescate, en este caso en forma de documental: 'Palomares', del director Álvaro Ron. Lo bueno de recordar el pasado es que nos ayuda a descifrar el presente. Es aquello de “la experiencia es la madre de la ciencia”. Aunque también es cierto que nuestro optimismo debe ser matizado por aquello otro de “el hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra”. Es decir, el hombre es un animal olvidadizo. Y el olvido, que puede ser sanador (he ahí su parte positiva), también puede ser motivo de accidente (de ahí la necesidad de prudencia).
La serie documental 'Palomares', sobre el famoso accidente de dos aviones militares de Estados Unidos en vuelo (uno de ellos explotó cargado con 4 bombas atómicas 75 veces más destructivas que la de Hiroshima y el otro era un avión nodriza para repostar combustible en vuelo), ocurrido el 17 de enero de 1966 en el cielo almeriense y sobre el pueblo de ese mismo nombre, es notable por varios motivos.
Primero porque es una serie que está muy bien hecha y engancha, que al final es el objetivo que persiguen todas las series. Segundo porque al igual que otras series españolas de éxito logra situarnos en el contexto histórico y capta a la perfección el “espíritu” de la época. 'Palomares' nos sitúa de forma natural y convincente en el ambiente, modos y costumbres de aquel tiempo y aquel régimen. Un ejemplo de ello es ese guardia civil que vela o duerme junto a los restos de una de las bombas atómicas caídas en tierra, espíritu de servicio (admirable sin duda) que se funde inextricablemente con el oscurantismo y la ignorancia de los riesgos.
Pero también pertenece al “espíritu” de aquella época y a los modos de aquella dictadura, la paliza que la guardia civil propina a unos periodistas que intentan -cumpliendo con su profesión- saber demasiado sobre el incidente, según relata jocoso uno de los testigos. Y es que uno de los objetivos prioritarios tanto de las autoridades franquistas (una dictadura fascista sobreviviente) como de las más liberales autoridades norteamericanas, fue echar tierra sobre el asunto y que no trascendiese. Al final pasó a ser objetivo prioritario llevarse esa tierra contaminada por la radioactividad a “algún sitio”. Cosa que solo se hizo en parte y de aquella manera.
Pero también es notable esta serie (tercer motivo de elogio) porque da con la clave para abordar un asunto que fue trágico (lo pudo ser aún más) sin dejar de ser cómico. Y no solo por el baño en el mar del ministro de desinformación y turismo, Fraga Iribarne, en jocosa competencia de espectáculo y propaganda con el embajador estadounidense en España, sino porque en todo momento, lo cómico (de un humor negro muy de aquí) hace sombra a la tragedia que flota en el aire y se respira. No olvidemos que el plutonio radiactivo es protagonista principal en esta historia.
Y es que la tragicomedia es el género que mejor nos define como país. No en vano una de las obras fundacionales no solo de nuestra literatura sino de toda la literatura europea, 'La celestina' (obra de Fernando de Rojas, de origen converso), es conocida también como 'Tragicomedia' de Calisto y Melibea. En ella la inocencia se mezcla a partes iguales con lo más oscuro de la condición humana.
Hay que decir que uno de los primeros objetivos del heroico régimen de Franco tras conocer que los americanos habían dejado caer (involuntariamente) 4 bombas termonucleares sobre nuestro país y extraviado una de ellas no se sabía dónde (los americanos llamaban a este tipo de accidentes -en clave- 'flecha rota'), fue que los americanos no se enfadasen. ¿No es cómico? Por contraste con esa prevención servil hacia el amo (amigo) americano, la forma en que se aborda el riesgo de los lugareños y los primeros indicios de su contaminación radiactiva es trágica, además de cutre. Claro que habiendo recibido este asunto atención en la prensa internacional (no era para menos), la forma más civilizada de responder que tuvo nuestro régimen de entonces fue secuestrar toda esa prensa internacional en los kioscos nacionales.
Aún así, algunos de nuestros compatriotas y afectados se iban enterando poco a poco de lo sucedido y sus implicaciones por la escucha de radios prohibidas o clandestinas. Parte integrante de esta comedia trágica es también la obcecación de algunos militares de alto rango (hasta almirante) y demás tecnócratas, sobre el lugar en que debía buscarse la bomba atómica extraviada, a pesar de los informes reiterados de un pescador testigo de los hechos sobre el área donde debía llevarse a cabo la búsqueda. Esa obcecación retrasó aún más el hallazgo.
Todo este asunto, que ya pertenece en gran parte a un pasado ominoso, nos sirve (o debiera servirnos) no solo para desechar cualquier nostalgia hacia aquel régimen funesto, sino para abordar de forma distinta el presente y nuestros actuales desastres. He ahí la virtud de la memoria: recordar los errores y no repetirlos. Y así, de la misma forma que la mentira o la falta de transparencia es lo propio de una dictadura (o de una monarquía corrupta), lo contrario debiera ser lo propio y exigible en una democracia.
Sin embargo hemos visto en la actual pandemia y sobre todo en sus inicios un ánimo de oscurantismo y una falta de transparencia, incluso en varios de los países que se consideran liberales, democráticos y del selecto club de Occidente, que deja mucho que desear y que nos convence de que no es oro todo lo que reluce. Desde luego la transparencia de los oscuros negocios de nuestra monarquía tira a opaca, si no a tenebrosa. Otro de esos 'regueros' que va dejando nuestra democracia. A día de hoy no se ha descontaminado Palomares.
Igual ha dado que haya pasado por el gobierno el centro heredero de la dictadura franquista (un centro muy raro ciertamente) o los descamisados de la franela de quita y pon (pura performance). Lo cual es una extraña metáfora de los efectos letales de una memoria fallida (o prohibida).
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