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Uno tiene la impresión de que en la tristeza unánime de este funeral, en la melancolía concentrada de este momento de catarsis, concurre la tristeza por lo que se va, y la desazón triste por lo que se queda.
Lo que se va es la ilusión vertida a raudales en un momento histórico de nuestro país, el de la transición. Lo que se queda es la pura y dura realidad del desenlace.
En aquel momento histórico de ilusión, los ciudadanos fueron “protagonistas”. En el momento presente de decepción, son “víctimas”. Ese contraste quizás explique tanta tristeza.
Siempre será un enigma histórico cuantos años mas podrían haber soportado los españoles un régimen fascista tras la muerte de Franco, pero lo que no cabe duda es que la injusticia y la opresión de los pueblos siempre acaban empujando a estos a ser protagonistas de los cambios. Como lo fue Suárez. Como lo fueron los abogados laboralistas asesinados en Atocha. Como lo fueron todos los encarcelados y exiliados por pretender la democracia.
Tal y como están recogiendo los medios, los ciudadanos están expresando a partes iguales agradecimiento a quien consideran que maniobró hábilmente desde dentro para abrir las puertas a la soberanía de los ciudadanos (mínimo exigible de cualquier democracia), y reproche a los que han malogrado esa soberanía y aquella ilusión.
Los niveles de corrupción política y económica amparada por el poder han alcanzado tal extensión e intensidad en nuestro país, que hacen incompatible nuestra situación actual con el concepto de democracia, y lo acercan más al concepto de mafia.
Dicen que la “casta” o “nomenclatura” del régimen franquista se hizo el harakiri. No se.
Lo que sí sé, es que la “casta” del régimen político actual, que con rapidez infame ha convertido a los ciudadanos “protagonistas” en ciudadanos “victimas”, se agarra con uñas y dientes a sus privilegios, a sus corrupciones, y a “su régimen”.
El funeral de Suárez es también el funeral de una ilusión.