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Jardines históricos, espacios tan importantes e imprescindibles como cualquier otro patrimonio

Jardín de la Escuela de Arte en Toledo

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Hoy llamamos la atención al lector sobre aquellos jardines urbanos históricos que aún jalonan las ciudades y poblaciones de Castilla-La Mancha. Hay localidades donde solamente los palacios o conventos mantienen esos espacios de verdor y hay otras en las que la práctica de tener un pequeño jardín pensil o huerto se generaliza, como ocurre en Pastrana (Guadalajara). Pero es en los conjuntos urbanos declarados Patrimonio Cultural donde la presencia histórica del jardín ha de mantenerse en su integridad como parte esencial de la trama y del paisaje urbano.

En la capital regional, y a pesar de la especulación del suelo, además de las plantas y árboles singulares (descritos por Enrique García y otros), aún podemos tener espléndidos ejemplos de jardines claustrales, como el de la catedral, o los restituidos de la Mona (Comendadoras de Santiago) o Claustro Real (San Clemente). Sin embargo, otros muchos están necesitados de intervenciones semejantes debido a las descuidadas intervenciones sufridas a lo largo de su dilatada historia.

También se conservan los jardines y huertos conventuales, tan peculiares algunos, con árboles singulares o con los “desiertos” de meditación. Muchos de ellos están abandonados, tras el cierre de la comunidad o el envejecimiento de sus moradoras, algunos se han convertido en aparcamientos o en simples espacios vacíos. Por último, hay jardines de marcado interés histórico como el de la iglesia mozárabe de San Lucas o el neo-árabe de la mezquita del Cristo de la luz.

Están también los jardines privados, como el del palacio de Amusco, el de los Garrigues Walker, el que fuera del pintor Matías Moreno o el que acoge al “laurel de Bécquer”. O los cigarrales “interiores”, como el de “La Granja”, el de “El Rincón”, Munarriz, Doctrinos o el de Botella Llusiá. Hay también en la ciudad pequeños y recoletos jardines que conservan una o dos palmeras, granados, almendros, higueras, palmeras, laureles, naranjos, almeces o simples acacias.

O los jardines públicos, como el que conserva la Escuela de Artes de Toledo, los contemporáneos de la Consejería de Agricultura y Medio Ambiente, el cuidado y mimado de Victorio Macho, el del Museo de El Greco y el Sefardí, o el de la Vicepresidencia de la Junta de Comunidades, situado entre Santa Anta y la ampliación del Colegio de Doncellas Nobles, junto a otro más descuidado, situado en el vecino Colegio de Doncellas Nobles, entre el Centro de Restauración y otras dependencias oficiales.

Lástima que alguno de los cigarrales haya sufrido últimamente profundas remodelaciones, o que muchos de los jardines hayan corrido desigual suerte, como el aparcamiento en el que se ha convertido el que acompañaba al Tejo del palacio arzobispal, que el del Armiño se haya remodelado desvirtuando su traza original y vegetación, o el que el de la casa-estudio de Enrique Vera necesite una completa restitución, estando muchos otros pequeños espacios de verdor en estado de abandono cuando no convertidos en patios aterrados. La tentación de convertir lo que fueron espacios de verdor en aparcamientos también se da en estos espacios públicos, como el que en otro momento fuera huerto conventual situado en la ampliación de San Pedro Mártir, hoy dependencia de la Universidad de Castilla-La Mancha o el que fuera de las Hermanitas de los Pobres, hoy Escuela Oficial de Idiomas. 

Sería conveniente realizar una catalogación de los jardines toledanos, incluirlos en un nivel de protección patrimonial, modificar las normas urbanísticas que permiten la ocupación edificatoria de parte de los jardines y hacer que el Consorcio de la ciudad intervenga en su restauración de trazas, arquitecturas, mobiliario y especies vegetales. Sin descartar el obligarse a su mantenimiento por su interés histórico.

El contar con estos espacios de verdor es tan importante e imprescindible como cualquier otro inmueble con valor patrimonial, e incluso más, porque demuestra que una ciudad sabe conservar los volúmenes, espacios y usos que su rica historia la ha legado. Si no lo hacemos, nos arriesgamos a perder, como indicábamos al comienzo, una de las señas de identidad de nuestras ciudades históricas.

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