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Cómo las ciudades se adaptan a la medida de los niños y niñas: sentido común y participación a través del juego

Calle peatonal en un barrio de Gràcia, en Barcelona

Elena Ledda

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“¡Un, dos tres, toca la pared!”. Un niño de cinco años apoya ambas manos en una de las grandes estatuas de hierro fundido de la supermanzana del Poblenou, una de las tramas callejeras de Barcelona ganadas para los peatones. Un poco más lejos, un grupito trepa por unos álamos cerca de la entrada del museo Can Framis ante la mirada de tres adultos, que charlan sin quitarles el ojo de encima. En un banco cercano, encima de la calzada por la que solían pasar los coches, un señor en sus ochenta sigue con la mirada a unos niños que juegan a la pelota.

Esta escena de juego infantil en la calle, previa a la pandemia aunque estos días se volvía a repetir, no suele representar la normalidad de los más pequeños de la ciudad. Aunque representan un cuarto de la población mundial, las grandes urbes no están hechas a su medida. Muchos estudios apuntan a que están mejor al aire libre, pero en lugares como Barcelona tienen pocas ocasiones de salir, mucho menos de forma autónoma. Tras una desescalada que ha evidenciado la necesidad de ganar más espacio público para los vecinos, ¿qué se puede aprender de las criaturas? Y, sobre todo, ¿cómo se pueden recoger sus ideas?

“La infancia ha sido neutralizada, segregada, su experiencia no se ha tomado en cuenta y es fundamental recogerla sobre todo en los espacios que usa cotidianamente”, subraya Dafne Saldaña Blasco, miembro del colectivo de arquitectas y urbanistas feministas Equal Saree. En nuestras ciudades hay elementos como la altura de los desniveles o del mobiliario urbano que no están pensadas para todo el mundo. “Eso con la infancia se hace más evidente: las señalizaciones o los semáforos están pensados para alturas medias de 1,70. Los mismos coches aparcados en la acera impiden ver a las criaturas lo que está al otro lado: si adaptamos las cosas a las personas que pueden tener más dificultades, todo el mundo las podrá usar”, sostiene. Además, apunta, la falta de autonomía de las criaturas no solo las afecta a ellas: “Si no se pueden mover libremente, también quienes las cuidan tendrán que dedicar más tiempo a acompañarlas”.

Por su parte Emma Cortés, pedagoga y coordinadora de proyectos del Instituto Infancia y Adolescencia de Barcelona (IAAB), que trabaja con el Ayuntamiento en la definición de políticas públicas sobre infancia y adolescencia, recuerda que las criaturas se relacionan con el espacio de una manera diferente con respecto a las personas adultas. “Cuando caminan, viven e interaccionan con el espacio, porque entienden que este no es solo un sitio de tránsito, sino un lugar para vivir y disfrutar; su mirada nos puede ayudar a diseñar espacios para que sean sitios de encuentro de los que gozar”.

Sobre las aportaciones de las criaturas se expresa el psicopedagogo y dibujante italiano Francesco Tonucci, referente mundial en infancia y participación. “Se corre el riesgo de caer en una trampa pensando ingenuamente que los niños nos pueden dar soluciones para los problemas que hemos creado los adultos”, señala. “Su contribución fundamental es darnos a conocer cuáles son sus necesidades”.

La manera más obvia, y la vez todavía poco explorada, de conseguirlo, sería preguntándoselo. Esto es lo que establece sin ir más lejos la “Convención sobre los Derechos del Niño”, ratificada por todos los países del mundo (menos Estados Unidos) y que en su artículo 12 reza: “Los Estados Partes garantizarán al niño […] el derecho de expresar su opinión libremente en todos los asuntos que afectan al niño, teniéndose debidamente en cuenta sus opiniones [..]”.

¿Cómo escucharles? ¿Que se organicen solos?

¿Cómo asegurarse de que realmente sus opiniones son atendidas? “Escuchar a los niños es difícil”, afirma Tonucci, “porque la manera más banal es hacerles preguntas y escuchar lo que dicen; sin embargo a una pregunta adulta tienden a contestar lo que creen que piensan los adultos, porque saben que lo mejor que pueden hacer es crecer abandonando conocimientos y actitudes infantiles para adquirir unos adultos; esto forja en sus mentes que las cosas importantes son las que piensan los adultos, no ellos”.

Carles Gil, jefe del departamento de Promoción de la Infancia del consistorio barcelonés, admite que se trata de un tema complejo, pero también considera que los niños “tienen la virtud de ser muy sinceros y tienen mucho sentido común”, y señala algunos elementos que permiten “verificar con cierto rigor que escuchamos lo que dicen: un lenguaje apropiado a su edad, un contexto de confianza y el acompañamiento de profesionales adecuados”. Por su parte la arquitecta Susana Gimber de la cooperativa Raons Públiques, especialista en proyectos colaborativos de arquitectura y urbanismo, opina: “Quizá la única manera para asegurar que realmente se escuchan las necesidades y deseos de las criaturas es que ellas mismas hagan su propio proceso organizado, sin intervención adulta”.

En el caso de procesos acompañados por adultos, las fuentes consultadas coinciden en la importancia de la formación de los profesionales para que, en palabras de Tonucci, “sean capaces de reconocer cuándo sale algo que los niños no han aprendido de los adultos”.

El juego puede ser también una herramientas para asegurar la participación. No es casualidad que el juego y las actividades recreativas sean otros de los derechos fundamentales recogidos en la Convención de los derechos del niño (artículo 31). “También tendríamos que preguntar a los mismos niños y niñas cómo creen que tendría que ser la participación en su colegio, barrio o esplai”, apunta Gil.

Cambiar el descampado al lado de la escuela

Inmersa en una sesión participativa a través del juego se encontraba la clase 4º B del colegio Les Aïgues del barrio del Baix-Guinardó de Barcelona una ya lejana tarde de febrero. Mireia Maluenda Niubó, pedagoga de Descoberta, empresa que se dedica a proyectos de educación, cultura y ocio, desplegaba ante las 24 niñas y niños que la escuchaban atentamente cartulinas, pegatinas, bolas de colores, cartón pluma con fotos y mapas del barrio. El objetivo, que les planteó nada más entrar en la sala –repleta de mensajes colgados con pinzas en unas cuerdas verdes estiradas cerca de la ventana– era escuchar sus voces dentro de un plan municipal para mejorar la ciudad.

En el marco del llamado PAM (Plan de Actuación Municipal 2020-2023), el Ayuntamiento ha previsto tres sesiones (dos de trabajo y una de retorno) para una treintena de centros educativos de la ciudad y cerca de tres mil estudiantes de cuarto, quinto de primaria y tercero de la ESO. El punto de partida de esta primera sesión era la así llamada Agenda dels Infants “propuestas para mejorar nuestro bienestar”, impulsada por el ayuntamiento y realizada en 2018 por el IAAB con las propuestas del 15% de las niñas y niños de entre 10 y 12 años de la ciudad. De ese proyecto participativo salieron 11 demandas principales, que incluyen pasar más tiempo al aire libre en una ciudad más verde, recibir más escucha, ser tomados en serio, hacer más vida de barrio y tener espacios para encontrarse con otros niños y niñas.

Dividido en grupos rotativos y teniendo como referentes los ámbitos de la casa, la escuela y el barrio, el alumnado de Les Aïgues se centra en trabajar las emociones y los contextos con los que relacionan lo que les hace sentir mal, en identificar en el mapa los lugares públicos y cotidianos que quisieran cambiar y en reconocer en qué ámbitos sienten que se les pide o menos su opinión. Cuando concluye la dinámica la mayoría de las pegatinas rojas (que indican espacios que quisieran que fueran diferentes) se ha acumulado a la altura de un gran descampado que colinda con la escuela. “No está cuidado y se podrían hacer muchas cosas, por ejemplo una biblioteca”, explican.

Gil apunta que para que un proceso participativo sirva es fundamental que se haga devolución y rendir cuentas a los niños. Por su parte, Tonucci subraya que las criaturas aprenden pronto que los adultos no son muy de fiar: “Prometemos mucho y cumplimos poco, por eso tiene un efecto clamoroso si, después de prometer, hacemos; en este caso tendremos a los niños de nuestro lado para toda la vida”.

A la hora de transformar o crear un nuevo espacio, apuntan varias de las fuentes consultadas, es importante no pensarlo para un solo uso o únicamente para determinados grupos, sino para que sean espacios intergeneracionales que incorporen la interseccionalidad, o sea la consideración que las criaturas no son todas iguales, sino que también ellas están marcadas por factores como el género, el origen étnico, la clase, la discapacidad, etcétera. La cooperativa barcelonesa Coeducacció lleva a cabo la transformación comunitaria de patios escolares con perspectiva de género. Alba González Castellví, psicóloga especializada en análisis y dinámicas de grupo, es parte del equipo: “Los espacios deberían poder responder a diferentes maneras de estar, sin que haya unos jerárquicamente superiores a otros en tanto que más grandes o más valorados socialmente. En la transformación de patios intentamos buscar equilibrio entre un área más de intimidad, otra de movimiento y psicomotricidad y otra de interacción con la naturaleza. En general creo que habría que buscar espacios que favorezcan la interacción y el cuidado de las personas”.

La importancia del juego libre

En estos momentos Barcelona está llevando a cabo, a partir de su Plan de juego en el espacio público con horizonte 2030, el proyecto Barcelona Ciutat Jugable, que entre otras prevé la planificación de áreas de juego y la transformación de parques. Una de las iniciativas ha sido un proceso participativo, llevado a cabo en 2018 por el IIAB y Raons Públiques, con 173 niños y niñas de entre 10 y 14 años de cinco escuelas y un esplai para la transformación de dos parques, el de la Pegaso en Sant Andreu, y el parque central en Nou Barris. Leyendo las propuestas recogidas en el informe de resultados llama la atención cómo muchas de las propuestas hechas por las criaturas para mejorar los parques estén pensadas no solo para ellas, sino para todo el mundo: baños, pipicán, estructuras para escalar para los más pequeños, zonas con wi-fi para los adolescentes, bancos y mesas de picnic para los adultos. Por ahora el resultado del proceso ha sido la creación de dos “juegos singulares”, un pulpo y una ballena gigante en los respectivos parques.

El Plan de juego también prevé, entre otras, la retirada de carteles que prohiben jugar a la pelota (el ayuntamiento informa que ya se ha retirado una décima parte de los aproximadamente 500 identificados), la peatonalización de algunas calles el primer fin de semana de cada mes, la transformación de patios escolares e intervenciones en las inmediaciones para convertirlas en lugares de encuentro, propuestas lúdicas en las plazas y servicios de apoyo al juego para criaturas con discapacidad. “El sentido es recuperar la calle como lugar que invite al juego y al encuentro y, al mismo tiempo, el gusto de jugar a todas las edades”, clarifica por email la comisionada de Educación de Barcelona María Truñó.

“El juego es una de esas experiencias en que cuanto menos se ocupan los adultos, mejor. Hay que dejar el juego a los niños”, responde Tonucci. A pesar de varios intentos, no ha sido posible obtener una réplica del ayuntamiento al respecto.

Sobre qué se puede hacer entonces escuchando las criaturas, Tonucci responde tajante que, aunque parezca una paradoja, habría que dejar de diseñar y ejecutar espacios de juego. “Son perfectos para el control y el aparcamiento de los niños, pero totalmente lejanos a sus intereses y necesidades de creatividad (inventar, moverse, correr riesgos, encontrarse con los demás). Hay que aceptar que los lugares aptos para el juego son los espacios verdaderos de la ciudad: escaleras, patios, plazas, jardines, monumentos. Simplemente hay que hacer que sean utilizables para todo el mundo, también para los niños”.

Coincide con esta postura Joan Gener, educador social e, igual que Susana Gimber, miembro de Raons Públiques: “Es una cosa que un niño podría decir, ‘no quiero jugar en una valla, eso no está pensado para nosotros’. A veces mi hijo de tres años me lo ha dicho: ‘Aquí no, allá’”. Y añade: “ Creo que se tiende a hacer espacios con muchas cosas, cuando igual abre más la imaginación un espacio vacío, o con pocas cosas”. En cambio Susana Gimber tiene otra opinión: “Hasta que no cambiemos la cultura de la sobreprotección creo que algunas acciones, que suponen correr riesgos (como espacios abiertos) se podrían percibir como negativas”. Sin embargo, Tonucci insiste, para crecer las criaturas tienen que correr riesgos, “porque su encuentro con ellos les lleva a encontrar estrategias”, explica.

¿Cómo podría ser entonces una ciudad a medida de las criaturas? La gran mayoría de las fuentes consultadas coincide en que este sería un lugar apto para todo el mundo y donde la presencia de los coches fuera mucho menor de la que suele ser en nuestras ciudades.

La pionera Pontevedra

La excepción en este sentido es Pontevedra. “Desde el principio teníamos una preocupación: la falta de autonomía de las personas en el espacio público, y quienes más la sufren son los niños, que están mayoritariamente en su casa, en la escuela o en el asiento trasero de un coche, y eso no es de recibo”, afirma Miguel Anxo Fernández Lores, médico y alcalde de la localidad gallega desde 1999. Uno de los principales esfuerzos del ayuntamiento durante estos años ha sido priorizar las personas frente a los vehículos “porque la ciudad es para las primeras, no para los coches”. Hoy en día, cerca de un tercio de la ciudad es de plataforma única (no hay distinción entre calzada y acera): allí los peatones tienen la preferencia (pueden ir por cualquier parte de la vía y es eventualmente el coche el que tiene que adaptarse) y el límite para circular es de 10 kilómetros por hora; en el resto del centro, donde solo se permite el tráfico considerado necesario (acceso a garajes, carga y descarga, transporte público, etc.) pero no el de paso, la velocidad máxima es de 20 kilómetros por hora, y en los barrios, de 30, “porque se sabe que en esos casos difícilmente se producen muertes”.

Pontevedra es parte de la red La ciudad de los niños, un proyecto impulsado hace casi 30 años por Tonucci. Tanto Fernández Lores como el mismo Tonucci creen que cada ciudad tiene que encontrar su propio modelo y estrategia, y que todo ejemplo exterior necesita ser traducido. Tonucci matiza: “Copiar nunca es ventajoso, aunque trabajando a nivel de barrio yo creo que sí se puede aplicar una estrategia como la de Pontevedra”.

Hoy en la ciudad gallega la gran mayoría de las criaturas entre 6 y 12 años va a la escuela por su cuenta. Un estudio llevado a cabo en 2012 en Dinamarca con la participación de 20 mil niños y niñas señala que los que van al colegio caminando o en bici hasta cuatro horas después siguen teniendo niveles de concentración superiores a sus compañeros. En Pontevedra, igual que en Barcelona, entre otras, desde hace años se han implementado los “caminos escolares”, espacios con señalización específica situados alrededor de escuelas e institutos para ofrecer al alumnado la posibilidad de ir o volver de la escuela a pie, solo o en grupo.

“El de Pontevedra fue un proceso paulatino; cuando pusimos los caminos escolares la ciudad ya era segura”, recuerda el alcalde, “aún así, como los padres y madres son excesivamente proteccionistas, al principio pusimos voluntarios que acompañaban los niños para que los adultos perdiesen el miedo”.

En el caso de Barcelona, la iniciativa parece ser casi desconocida por los propios potenciales usuarios. Esto por lo menos indica el resultado de las preguntas hechas para este reportaje a unas cincuenta personas, mayoritariamente criaturas entre los 8 y los 15 años, a la salida de tres colegios de la ciudad que tienen caminos escolares. A la pregunta “¿Sabes qué indica esa línea verde en el suelo que pone ‘Camí escolar - Espai amic’?”, y a pesar de que la señalización se encontrara en un paso de peatones y delante de un semáforo, todos los consultados menos una –una mujer en sus cincuenta– responde que indica que los coches tienen que ir con cuidado porque hay un colegio cerca.

Preguntada sobre las posibles razones de esta falta de información, la comisionada del Ayuntamiento, Maria Truñó, no responde directamente, pero apunta: “El proyecto se desarrolla en esas escuelas donde la comunidad educativa se implica para impulsarlo; lo que queremos es que no hagan falta caminos escolares, que la ciudad sea mucho más amable para la vida de los niños y los entornos escolares sean lugares de encuentro: la estrategia Protegim les escoles quiere visibilizar y ganar espacio con la idea de ‘una plaza para cada escuela’”.

Son las seis de la tarde y empieza a refrescar en la supermanzana del Poblenou. En un abrir y cerrar de ojos las mochilas coloridas abandonan los guardianes a su destino; la pareja ha terminado el café y el anciano se ha levantado con paso lento, pero seguro. Eva Ibar, periodista y madre de dos, respectivamente de dos años y de tres y medio, recoge las suyas. Antes de correr a por sus criaturas, que siguen trepando un árbol enfrente del Museo Can Framis, afirma sin pestañear: “Da gusto tener este espacio, porque aquí se priorizan las personas”.

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