El 25 de julio se cumplen 75 años del comienzo de la batalla del Ebro, la más decisiva de la guerra civil. Duró hasta el 16 de noviembre de 1938 y nadie contó los muertos. Una vez ganada, Franco se lanzó sobre Cataluña y no todavía sobre el objetivo culminante que fue Madrid. El gobierno republicano se había trasladado en peso de Valencia a Barcelona desde octubre de 1937 y la voluntad de Franco era llevar a cabo una lenta guerra de desgaste a fin de dominar el territorio también en términos políticos, ideológicos, económicos y psicológicos. La represión posterior a los combates debía someter a la población de cada zona ocupada, destruir las fuerzas sociales de izquierda y el movimiento obrero, “limpiar” mediante la purga política para apuntalar el nuevo régimen, el nuevo orden.
En primer lugar preparó el terreno psicológico. El 5 de abril de 1938 abolió por decreto del gobierno de Burgos el Estatuto de Autonomía de Cataluña, aprobado por la República en 1932. Cuatro días más tarde mandaba fusilar en Burgos al político democristiano Manuel Carrasco i Formiguera, dirigente de la moderada y reducida Unió Democràtica de Catalunya. En vísperas de la Navidad de 1938, medio millón de combatientes se encontraban cara a cara en el frente catalán, desde la desembocadura del Ebro hasta el Pirineo, aunque la proporción fuese netamente descompensada. Se contaban tres soldados franquistas por cada dos republicanos y los primeros estaban mejor pertrechados en armamento, intendencia, relevos de refresco y moral de combate.
Ganada la batalla del Ebro, el 15 de enero de 1939 el ejército franquista ocupaba el núcleo urbano y el puerto de Tarragona; el 26 de enero, Barcelona; el 5 de febrero, Girona, y el 9 de febrero, la frontera con Francia. La magnitud y la rapidez de la retirada republicana sorprendieron al propio Franco, quien acorraló a medio millón de fugitivos civiles y militares en la raya fronteriza. Hace 75 años y era otra época. Hoy la guerra económica se libra de forma distinta.
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