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¿Populismo o nostalgia?

Marc Rius

Conmocionados por el Brexit, atemorizados por Trump, angustiados por las elecciones francesas, vivimos entre la incredulidad y la estupefacción. Ante el impacto, se van proponiendo interpretaciones que nos pueden ayudar a entender lo que está sucediendo. El miedo y el rechazo a la inmigración, a las minorías progresivamente más visibles; la pérdida de soberanía hacia poderes ocultos y globales, la desafección hacia los partidos tradicionales, pueden ser algunas de las causas que ayudan a perfilar el porqué de lo que está pasando.

Pero, ¿y si analizamos también el fenómeno desde una perspectiva de historia vital, de experiencia íntima vivida por los votantes? Cuando miramos nuestras vidas, cuando nos preguntan cómo nos va, a menudo repasamos el pasado, explicamos el presente y proyectamos esperanzas para nuestro futuro y el de los nuestros. Hoy, muchos hombres y muchas mujeres tienen una sensación real de presente insatisfactorio y de miedo al futuro. Es una combinación muy intensa emocionalmente, que tendrá consecuencias también en el comportamiento electoral. Algunos no cambiarán sus fidelidades o seguirán sin participar, pero habrá otros que pueden decidir cambiar de voto, arriesgar, optar por aquello que nunca tenían previsto hacer.

Ante un duro presente y un futuro incierto, que no cumplirá las expectativas esperadas (ni las propias ni la de los más cercanos), existe un recurso seguro, sólido, balsámico: el pasado, aquello que fuimos; rescatar nuestro momento glorioso. Ante el desequilibrio vital presente, personal y colectivo, se busca un reequilibrio que devuelva la armonía pasada. Algunas ofertas electorales lo ofrecen en forma de futuro esperanzador. ¿Cómo? Recuperando la fórmula mágica del éxito, ya conocida y contrastada, por haberla vivido o porque ha sido transmitida por la familia, las películas o la escuela.

Trump, el Brexit, Fillon (más que Le Pen), operan sobre imaginarios de pasado ‘imperial’, de liderazgo político, económico y cultural, con una identidad clara, con referentes históricos y simbólicos. Los tres ofrecen soluciones diversas a problemas diversos, en materia de inmigración, economía o seguridad. Tienen políticas concretas. Pero lo relevante es que detrás de todas estas medidas y programas hay un sentido común general, un discurso global y emocional, una moral de referencia: volver a aquello que un día nos hizo grandes.

Cuando Trump, por ejemplo, niega el cambio climático, lo hace en términos de política medioambiental y de intereses empresariales. Pero también en términos de discurso moral. Make America Great Again es volver a antes de la globalización, del cambio climático, de la visibilidad de las minorías y de las mujeres. Todo forma parte de lo mismo. Es decir, negar el cambio climático como metáfora de la recuperación de los USA auténticos: trabajadores que tienen trabajo, coche, consumen, con petróleo infinito. Trump ha identificado un imaginario tradicional, el American Dream, con una política, crear puestos de trabajo. Al vincularlas, conecta la vida real con una metáfora de fuerte contenido épico como país. El American Dream es que tú tengas un buen trabajo. Es difícil encontrar un mensaje más efectivo.

En el caso de Fillon, candidato de la derecha con más opciones de ser el próximo presidente francés, nos encontramos con la versión gala de volver a aquello que fuimos cuando éramos grandes: la grandeur. Fillon ya ha invocado a De Gaulle en diversas ocasiones. Porque es su tradición política, pero también como modelo a recuperar. Lo hace ante Le Pen, una outsider que no puede ser la verdadera sucesora del general, papel que Fillon se reserva a sí mismo. Lo ha hecho ante Sarkozy, a quien acusaba de abandonar el gaullismo, no por las políticas –es tan duro y neoliberal como él–, sino por renunciar a recuperar la Francia gloriosa del general heroico, llena de dignidad, valores y convicciones. “¿Alguien se imagina a De Gaulle siendo juzgado por corrupción?”, decía Fillon refiriéndose a Sarkozy.

En el caso británico, el protagonista es el UKIP, siglas del Partido de la Independencia del Reino Unido. Un nombre que ya expresa un leitmotiv muy claro, recuperar aquello que nos han quitado. ¿Cómo celebró su líder, Nigel Farage, la victoria del Brexit? Proponiendo que el 23 de junio, día del referéndum, fuera proclamado oficialmente Día de la Independencia (recuperada). El UKIP habla de inmigración, de recuperar la soberanía, de ahorrar gastos destinados a la burocracia de Bruselas. El discurso visible es este, las propuestas son estas. Pero el argumento de fondo, latente, es volver a ser el Reino Unido líder de la Commonwealth, la Gran Bretaña de Thatcher y Churchill (Boris Johnson, pro-Brexit de última hora, también utiliza este último como referente).

La narración basada en la recuperación de un pasado mitificado, para encarar un presente insatisfactorio y un futuro negro es una característica común de estos discursos. La nostalgia, el recuerdo de un tiempo feliz, evocar emociones, son herramientas de fuerte potencia movilizadora. Todos buscamos libros, canciones, películas, series, amigos y conversaciones que nos hagan sentir bien, que nos vuelvan a dar esperanzas cuando estamos abatidos y desencantados, a menudo recurriendo a los buenos momentos vividos, a la nostalgia. ¿Por qué la política tendría que quedar fuera de esta estrategia íntima y personal para sobrevivir a la adversidad? Quizás no es simple populismo. Quizás es “nostalgismo”.

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