Desde distintas perspectivas se viene utilizando el concepto de “justicia” para referirse a temas y dilemas que no relacionaríamos directamente con o que convencionalmente entendemos por justicia. Acostumbramos a referirnos a la justicia cuando señalamos el ámbito en que se dirimen conflictos de intereses y/o competencias entre personas, entidades, empresas e instituciones. Pero el término no agota ahí su contenido. Como recuerdan distintos diccionarios, justicia se refiere también a “trato justo” o a una distribución equitativa de premios y castigos. En esta última acepción es evidente su conexión directa con la política, que precisamente encuentra su núcleo esencial en las consecuencias de toda decisión pública, que acaba siempre conllevando ganadores y perdedores. Toda acción pública puede ser objeto de evaluación utilizando parámetros de equidad y de trato que incorporen el cumplimiento de derechos, el reconocimiento de diferencias o la dignidad de las personas. Libertad, igualdad y justicia son valores constantemente en liza cuando nos referimos a la calidad de una democracia.
Todo esto viene a cuento, como decíamos al principio, por el creciente uso de conceptos como “justicia ambiental” o “justicia espacial”, que han sido considerados por algunos autores y escuelas de pensamiento, como directamente conectados con los debates y problemas a los que enfrentan actualmente las ciudades. En el último número de la revista Ecología Política, encontramos una entrevista de Santiago Gorostiza a Isabelle Anguelovsky (investigadora del ICTA) sobre “justicia ambiental”. En la misma se comenta que el concepto empieza a divulgarse en los Estados Unidos a finales de los años 70, tras diversos conflictos ambientales relacionados con los vertidos contaminantes que algunas empresas realizaban en núcleos urbanos, y empezó a relacionarse protección de la salud, temas medioambientales y desigualdades sociales, denunciando el impacto negativo de diversas infraestructuras (autopistas, vertederos,…) o actividades (refinerías, industrias de reciclaje,…), y todo ello en zonas en las que predominaba población negra o latina (Véase entrevista en TVE sobre el tema). Por su parte, acaba de publicarse en castellano, un libro del conocido geógrafo californiano, Edward W. Soja que lleva por título “En busca de la justicia espacial” (Tirant Humanidades, Valencia, 2014). En el libro, prologado por Josep Vicent Boira, se señalan, con diversos ejemplos de la realidad norteamericana, la capacidad de producir “geografías injustas”. Es decir, el cómo de la actividad mercantil, institucional o simplemente humana en los espacios urbanos, pueden derivarse (muchas veces sin intencionalidad manifiesta), efectos de injusticia social duraderos que afecten al abanico de oportunidades vitales de los que los padecen. Es decir, que acaben generándose estructuras duraderas de ventajas y desventajas distribuidas de manera desigual.
Ambas perspectivas apuntan a una misma conclusión: el espacio no es algo vacío y neutral; está sometido y contiene efectos de decisiones, de políticas, de ideologías y de otros componentes que tienen efectos significativos en nuestras vidas y que nos obligan a incorporar esa mirada en los debates sobre el presente y el futuro de nuestras ciudades y metrópolis. Las geografías, los espacios en los que vivimos, las decisiones que se tomaron en relación a nuestro habitat, tienen impactos y pueden intensificar y ampliar vulnerabilidades, empeorar las condiciones de vida, las exclusiones que se padecen por el color de la piel, por razón del género, de la edad o de la nacionalidad. La vida, como apuntan Soja y Anguelovsky, es al mismo tiempo temporal, espacial, ambiental y social. Y, por tanto, conviene incorporar esa complejidad en las análisis, diagnósticos y propuestas que desarrollemos entorno a la vida actual y futura en las ciudades.
El “dónde” es muy significativo, sin que ello nos deba hacer caer en una especie de “determinismo ambiental”. Y, en este sentido, el derecho y la política tienen necesidad del “dónde”. Todos somos conscientes que las desigualdades en el interior de las ciudades tienen efectos y son al mismo tiempo causa de muchos problemas que afectan a personas y colectivos. El reciente informe Fedea sobre “Renta personal de los municipios españoles y su distribución”, basado en una estimación sobre microdatos tributarios, es un magnífico ejemplo de como está distribuida la renta en el interior de los municipios y entre municipios. Y, sin duda, el cruce de esos datos con otros que apunten a temas de salud, educación o niveles de abstención puede acabar constituyendo un instrumento muy útil de intervención institucional y colectiva en ese campo. Anguelovsky apunta, con razón, que si logramos avanzar con los análisis de la distribución de costes, beneficios, oportunidades vitales y estrategias de acción e innovación en nuestras barrios y ciudades, habremos avanzado en poder señalar la importancia estratégica de determinados bienes comunes ambientales que consideremos esenciales. Esenciales para poder hablar de dignidad, de reconocimiento, de democracia, en definitiva. Investigaciones como las que se desarrollan sobre innovación social y segregación urbana en Cataluña o sobre la relación entre politicas de intervención urbana y salud son, en este sentido, muy significativas y apuntan en la buena dirección. Esperemos que este tipo de análisis y reflexiones pueden tener eco en los debates sobre el futuro de nuestras ciudades aprovechando el debate que pueda darse en la campaña electoral de las elecciones municipales de mayo del 2015.