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Sola, fané y descangayada

Alfonso Puncel

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La política española no vive sus mejores momentos. Nuestra democracia está, como dice el tango, “sola, fané y descangayada” algo así como “sola, desmejorada y descompuesta”. Podríamos incluso definirla como delirante. Tampoco es que en estos cuarenta años haya tenido demasiados momentos esplendorosos que colectivamente hayamos podido celebrar, ni que para que resolvamos los problemas que aquejan a la sociedad española desde hace siglos, deban sonar trompetas, redoblar campanas y ver castillos artificiales todos los días, nos conformaríamos con que el parlamento parlamentase, el gobierno gobernase, la administración administrase y el Rey…. Bueno, que el Rey haga lo que sea que hacen los reyes en el siglo XXI.

Lo cierto es que los políticos y la política según el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) y según nuestro sentido común, se han convertido en un problema para una inmensa mayoría de las personas, algo que está en la base de la delicada situación de las democracias. Pero cuando hablo de políticos hablo de todas aquellas personas que hacen política sin por ello dejar de reconocer que los partidos políticos y cargos institucionales tienen una especial responsabilidad, algo que viene de suyo porque “expresan el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política”.

Sea cierto o meramente percibido, los partidos políticos no son capaces de canalizar las expectativas de solución de los problemas objetivos o subjetivos de la ciudadanía, en parte por los casos de corrupción que se han descubierto pero sobre todo por la deriva de aquellos hacia modelos organizativos incompresibles. La preocupación de fondo en torno a esta cuestión es que los elementos estructurales que dieron lugar a aquellos casos no se han resuelto y siguen tan presentes como hace tres o cuatro décadas y por tanto los factores en la arquitectura institucional (y más concretamente administrativa) que no se han cambiado que hace que se mantengan los riesgos de nuevos casos de corrupción en nuestro país.

Sostengo que las debilidades administrativas son en realidad los factores determinantes de que se den esos casos en España y por tanto cabría plantearse hasta qué punto los intentos de corrupción de empresarios o promotores inmobiliarios, o la mala utilización de recursos públicos por parte de altos cargos, habrían logrado sus objetivos si la calidad de la administración y del gobierno fuera más alta y hasta qué punto esos factores de baja calidad siguen existiendo al margen de que se hayan adoptado medidas de compromisos éticos, vigilancia, seguimiento y corrección. Además dichas debilidades se concatenan incrementando exponencialmente el impacto global que cada uno de los riesgos tiene por separado.

Un primer factor de que así sea tiene que ver con la percepción de que los partidos políticos no son organizaciones de carácter programático sino de tipo patrimonialista o clientelar (en su sentido más weberiano), es decir, organizaciones que aunque declaren que su fin es llevar a cabo un programa, cada uno según su ideología, finalmente se perciben más como organizaciones instrumentales para “colocar” a sus dirigentes o afiliados o para hacerlos servir para acceder al gobierno con el único objetivo de reforzar a su vez las redes clientelares que aseguren su permanencia en el mismo, más que para llevar a cabo un programa. De esta forma el medio es un fin en sí mismo. Esta percepción seguramente se refuerza con la constatación de la progresiva reducción de afiliados, (ver los datos ofrecidos por Hacienda sobre el número de personas que cotizan a los partidos políticos) y de los datos de la bajísima participación en las primarias de todos los partidos políticos. La suma de todos los “afiliados” de todos los partidos políticos en España ronda los 300.000 y la participación en los momentos de mayor activismo en las primarias no alcanza esa cifra. El pecado original probablemente esté en el modelo institucional que surge de la transición y que tuvo que adoptar España en relativamente poco tiempo.

La percepción de que se “coloca” a personas por amistad, familiaridad o interés recíproco se sustenta en el hecho de que haya personas nombradas para cargos de responsabilidad sin que se les conozca ningún tipo de relación con los temas a gestionar, ni experiencia, ni tan siquiera opinión demostrable sobre dicha competencia, que acaban siendo los responsables de gestionar ora los residuos nucleares, ora la política educativa, ora las relaciones entre el gobierno con la iglesia, sin solución de continuidad, sin demasiadas explicaciones y que cuando acaban sus tareas no se les pide explicación ninguna sobre los gestionado.

La relación entre partido y asociaciones sociales también es factor notable en esa percepción. El acceso de un partido al gobierno no solo conlleva cambios en los puestos directivos a diferentes escalas, sino también una posibilidad de acceso, más o menos evidente, de un conjunto de entidades sociales a recursos e influencia, entidades que habiendo sido marginadas por anteriores gobiernos (seguramente siguiendo el mismo criterio de “no son de los nuestros”) ven ahora cómo gobiernan los “suyos” y con ellos obtienen el derecho a ser recompensados sin más razón que la marginación anterior, la proximidad ideológica y/o el interés mutuo.

Este factor produce un reforzamiento del efecto perverso principal y es que partidos políticos que dejan de ser organizaciones programáticas y se convierten en clientelares con menos afiliados, necesitan reforzar sus redes sociales externas para poder actuar, dado que su poder no está dentro de los partidos sino fuera de ellos. Este circulo vicioso provoca la definitiva conversión, en el mejor de los casos, del partido en una estructura de cuadros que solo tienen como fin colocarse en las estructuras de gobierno desde el que seguir apoyando las entidades próximas al partido y vuelta a empezar. Además la política de subvenciones a esas entidades sociales se orienta a su mantenimiento y no a cumplir con objetivos de interés general relacionados con objetivos de la propia administración lo que es contrario a la filosofía que sostiene la competencia administrativa de fomento.

En toda esta reconversión organizativa se activa otro mecanismo perverso y este es el caso de las primarias. De hecho, este sistema ha distorsionado nuestra democracia basada en partidos potentes, de masas, de elección orgánica, directa y rápida de sus propios militantes (propietarios). Además se ha instaurado pervirtiendo su propio fin. Es decir, si se pretendía ampliar la base social de apoyo a los partidos, permitir el surgimiento de liderazgos, aumentar la participación, se ha logrado reforzar los liderazgos, la reducción de la afiliación de los partidos y por esa vía, ser exclusivamente un procedimiento de mera legitimación de decisiones cupulares. Es decir, un modelo de “centralismo democrático” con apariencia de democracia participativa en cuyos procedimientos de elección los auténticos “propietarios” del partido ven superada su propia participación y capacidad de decisión directa, viendo pasar como meros espectadores decisiones que le correspondían. Junto a eso se introduce otra distorsión y es que se refuerza la importancia de la publicidad y de los medios de comunicación en la elección de los candidatos. Quien tenga más relación con medios de comunicación (o quien sea más conveniente para estos) tendrá más publicidad y en consecuencia más apoyos, creándose una relación de dependencia con otros actores, los medios de comunicación.

Otra debilidad es el nombramiento de altos cargos que recae en los electos en primarias y que en muchas ocasiones no está justificado desde un punto de vista funcional. En cuanto a la cantidad los argumentos de que un incremento de su número mejorará la gestión es una regla de tres que está por demostrar dado que el incremento aumenta el numero de decisiones ejecutivas pero sin personal que los ejecute lleva, además de a la melancolía, a un colapso.

Desde el punto de vista de la calidad, nuestra arquitectura institucional/administrativa es un ecosistema que evita la evaluación (no ya permanente sino circunstancial) de los puestos directivos. Esta además de otras consideraciones es, además de un riesgo potencial, uno de los factores de debilidad de la autoridad de los altos cargos frente al propio personal y un riesgo de realizar malas prácticas, situación que se ve incrementada por otros factores.

Entre ellos está el volumen de puestos de libre designación, la filosofía del presentismo del personal (control de presencia horaria frente al cumplimiento de objetivos) que permite evitar la responsabilidad de cargos directivos en su función de planificación del trabajo, incremento de asesores (funcionarios eventuales), puestos de libre designación, las altas tasa de temporalidad en las administraciones públicas, las salvedades en las leyes de incompatibilidades y control de conflictos de interés (que acaban convirtiéndose en la norma o el escape de la regla), los sistemas de selección para el acceso a la función pública que no se han modificado desde hace un siglo y, en fin, un conjunto de características de nuestra administración e instituciones políticas que no hacen más que reforzar ese carácter clientelar y patrimonialista que llevan a aumentar la desconfianza en la política por parte de la ciudadanía.

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