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La calle es mía

Marcos García

Parece como si, emulando al fundador de su partido cuando era ministro predemocrático, la alcaldesa de Valencia y su equipo hayan querido apropiarse de una de las frases más (lamentablemente) célebres de Manuel Fraga: “La calle es mía”. La calle o las plazas. Porque el consistorio prepara una disposición que limita, y mucho, el uso de la Plaza del Ayuntamiento y de la de la Virgen para actos civiles, protestas y demostraciones que, obviamente, al consistorio puedan parecerle incómodas.

Fraga pronunció su mítica frase seis meses después de la muerte de Franco cuando, siendo ministro de Gobernación, la policía reprimió a sangre y fuego una manifestación en Vitoria que se saldó con cinco muertos y más de más de cien heridos de bala.

Obviamente, aún con el dictador muerto, España seguía siendo una dictadura. Y la frase de Fraga no hacía más que responder a la mentalidad de cualquier totalitarista: yo soy el poder así que el espacio público me pertenece.

Este concepto de apropiación del espacio por parte de quien detenta la autoridad ha dado centenares de ejemplos a lo largo de la historia. La mayoría de ellos violentos y tristemente célebres. Otros, como la remodelación del París de Napoleón III, maquiavélicamente curiosos. Unos y otros, sin embargo, comparten un mismo planteamiento: la libertad de expresión es peligrosa para el poder y el primer lugar en el que se debe prohibir es la propia vía pública.

Los derechos de manifestación y de reunión son derechos colectivos que han tardado siglos en ser reconocidos. Prácticamente hasta la Declaración Universal de Derechos Humanos, apenas hace setenta años. Sin embargo la tradición de dotar a los lugares públicos de significado político democrático tiene una honda tradición en occidente. En Grecia y también en Roma los tribunales, algunas asambleas y gran parte de los debates públicos discurrían a la vista de todos en el ágora o el foro. Durante la Edad Media el Mercado era uno de los escasos lugares en los que era posible expresar tímidamente alguna protesta. Y, por supuesto, ninguno de los movimientos sociales que a lo largo del siglo XX han logrado consolidar gran parte de los derechos humanos que hoy disfrutamos hubiese logrado convertirse en mayoritario manteniéndose en el ámbito de lo privado.

La plaza del Ayuntamiento de Valencia y la de la Virgen han sido durante los pasados meses los lugares en los que se han congregado algunas de las manifestaciones políticas más importantes de los últimos años: desde el movimiento 15M en la primera hasta las protestas por el cierre de RTVV o por la gestión del accidente de metro de 2006.

El consistorio municipal se ha apresurado a afirmar que su regulación no pretende coartar libertad alguna. Sin embargo a ninguno nos extrañaría que así fuese. Con una ley de seguridad ciudadana en cuya intención última está el criminalizar la protesta, cualquier sospecha parece justificada de cara a temer por derechos como el de reunión o de manifestación. Porque, aunque el texto que apruebe el consistorio no incluya finalmente esta polémica medida, el precedente es peligroso para la convivencia democrática. Puesto que nos hace pensar que, efectivamente, en el ayuntamiento hay quien considera que la calle es suya.

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