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Disfraces de demócrata

Chus Villar

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No quiero yo deslucir el luto oficial de Estado en que estamos, pues considero que el fallecido merece esta honra póstuma, pero sí reflexionar sobre nuestra democracia, tan traída a colación al hilo de la despedida de Suárez, y quizás desmontar algunos mitos y sugerir algunas carencias actuales.

Resulta curioso cómo en torno al funeral aparecen deudos improvisados, que compiten por manifestar su pesar y reconocimiento al fallecido y, de paso, alejar dudas sobre su compromiso democrático, e incluso colgarse medallas por heroicos hechos pasados en pro de la libertad que nunca protagonizaron. Corrió Madrid ayer a anunciar que declarará Hijo Adoptivo a Suárez y, a la zaga, nuestra Comunitat se descuelga con la Alta Distinción al ex presidente. Que no digo yo que no las merezca el finado, pero me chirría oír en bocas que no son precisamente ejemplo de actitudes pluralistas y tolerantes frases como «todos los ciudadanos que creemos y defendemos la democracia (…)“, dicha estos días por el presidente Fabra, por poner un ejemplo.

La Democracia es más que una palabra, aunque ha de servirse siempre de la palabra; es más que unas leyes, aunque debe sujetarse a una legalidad; es más que unas elecciones, aunque éstas deben poder celebrarse en libertad.

La Democracia es una creencia profunda y sincera –para el que quiere recibir el nombre de político debería ser casi una religión– que ha de impregnar cada acto público y privado; en el Parlamento, sí, pero también en la empresa, en la escuela, en la sociedad, en la familia… La democracia es igualdad, es justicia, es libertad, es humanidad, es educación, es comunicación, es participación, es soberanía de los ciudadanos, es estética y es ética, es proceder y es formas de proceder.

Madrid y Valencia –sus gobernantes, claro¬– coinciden en homenajear a Suárez y en ser a la vez constante motivo de crítica por sus conductas autoritarias, que en muchas ocasiones están además a la espera de juicio sobre su legalidad. Recordemos solamente la conducta de Ana Botella con los trabajadores de la limpieza o el ERE ilegal y cierre de Canal Nou. Eso sin contar con que ambas comunidades tienen el triste privilegio de estar siempre a la cabeza del desmantelamiento del Estado público de bienestar. Pueden argumentarme que tan legal y democrático es que un servicio sanitario, por poner un caso, lo preste una empresa pública como que lo haga una privada. Hasta ahí de acuerdo, dentro de este Estado democrático con economía capitalista. Ahora bien, la discusión es acerca de la legalidad y la democracia de que estas actuaciones conculquen derechos básicos y atenten contra la igualdad.

En realidad, tampoco hacen nada nuevo los que aprovechan las circunstancias a su favor. En la Transición muchos se subieron también al carro de las libertades e interpretaron a la perfección su papel en la obra de la amnesia general que tantos españoles fingieron tener. No culpo a mis paisanos por simular falta de memoria ni por transigir.

Yo hubiera hecho lo mismo. Cuando Suárez lograba la legalización del PCE yo acababa de dejar los pañales, pero sí recuerdo nítidamente un suceso posterior, la tarde del 23-F, a pesar de que me faltaba algo más de un mes para cumplir los siete años. Tengo grabada la honda preocupación en la cara de mi madre, sentada en la mesa de camilla escuchando la radio con las manos en la cabeza, hija ella de un republicano represaliado, persona de izquierdas pero votante de Suárez, como tantos. El llanto de mi hermana, tan joven, recién entrada en la universidad, preguntándose qué le pasaría si triunfaba el golpe, a ella que engrosaba el grupo de estudiantes “rojos”. Recuerdo el miedo en ellas. El miedo a la vuelta atrás, y por eso entiendo la necesidad de ceder y conceder.

Poco a poco, las cosas se fueron tranquilizando; ya entrados los 80 mi tía (la otra hija del republicano, condenada como su hermana a rezar, bordar y callar durante 40 años a pesar de que en los 30 ambas soñaran con tener una carrera y una profesión) ya se atrevía a decirle a algunos políticos (eso sí, hablando sola con la televisión): “a mí no me engañáis, sois los mismos, y además yo no os perdono”. ¡Tantos como ella se conformaron con mascullar su indignación a regañadientes, en la soledad de su sillón; aceptaron, tragándose su sentido de la justicia, ese doble silencio impuesto, antes y después de la Dictadura! Creo que el Estado tiene pendiente con todas estas personas, públicas y privadas, un reconocimiento, pues cien Suárez nada hubiesen hecho sin la cordura y la renuncia de todos los otros políticos y los ciudadanos anónimos que comulgaron con ruedas de molino en pro de la Democracia que tanto anhelaban.

Nada más lejos de la realidad: me asquea ver cómo hoy, alejado ya el fantasma de una involución, se criminaliza desde la derecha –incluso desde quienes ostentan cargos públicos– actos tan democráticos como pretender encontrar y enterrar dignamente a los asesinados por la dictadura, o reivindicar la relectura de nuestra historia, desde posiciones absolutamente pacíficas y nada revanchistas, o cambiar nombres franquistas de calles atendiendo a la ley. No me imagino a los demócratas conservadores europeos protegiendo la memoria del nacismo.

También es hora de que se pueda empezar a hablar sin complejos de la forma de Estado: monarquía o república. Algunos pasos se han dado; al menos la figura del Rey y la Casa Real ya no es sacrosanta e inmune a la investigación periodística, ni a la acción de la justicia. Esto último tampoco lo tiene todo el mundo claro, si no, de qué iban a convertir en acusado al juez Castro.

Y desde luego urge revisar aspectos de la organización de nuestras instituciones, para lograr, por ejemplo, que el poder judicial esté realmente separado del ejecutivo o para reformar el sistema de doble cámara de nuestro Congreso. También pide cambios el sistema electoral y la organización y financiación de los partidos. Y hay que dar armas al Estado para luchar y castigar con dureza la corrupción. Creo además que pocos ciudadanos dudan de la urgencia de garantizar de forma práctica determinados derechos sociales y humanos básicos, como la vivienda, el sustento y, si no un puesto de trabajo, al menos unas rentas mínimas para la dignidad.

Sin embargo, ni esto último parecen compartirlo algunos, cuando se centran más en los altercados protagonizados por un puñado de descerebrados en la Marcha por la Dignidad –violencia que condeno claramente– en vez de en el clamor popular por una democracia más justa y más igualitaria.

Menos mal que Suárez no ha tenido que asistir con pleno conocimiento a la progresiva bajada de calidad democrática de los políticos que le han sucedido, porque creo que 20 años después, mi tía seguiría teniendo hoy razón: muchos de los que mandan son los mismos que los de antes.

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