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Sobre este blog

No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.

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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.

Adosados

Big Business (J. W. Horne & Leo McCarey, 1929).

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«La energía ni se crea ni se destruye, solo se transforma», y «la cabra tira al monte». De la conjunción de esos dos principios físicos incuestionables surge una pregunta. Este verano en que la pandemia ha desbaratado fiestas patronales, espectáculos, viajes y todo tipo de saraos a lo largo del planeta, ¿en qué está dedicando la gente tanto excedente de energía? Repentinamente, las autoridades han perdido potestad en la gestión del ocio a gran escala, los grandes eventos simbólicos que hacían de vectores de socialización han desaparecido o se han visto minimizados. En ausencia de las habituales fuerzas socioculturales que nos dicen cómo interactuar con nuestros conciudadanos, los individuos se han visto secularizados en ese terreno. Dado que ningún ente superior estructura su tiempo libre, se han visto abocados a autogestionar amplias áreas de su conducta. Una muchedumbre deambula confusa por las calles. Es algo que se nota especialmente en los pequeños municipios, donde las concejalías de festejos, bajo sus diversas y significativas denominaciones —«cultura y festejos», «juventud y festejos», «educación y festejos», «fiestas y ocupación pública», «fiestas y desarrollo local»— no ha dejado de crecer en tamaño e importancia en los últimos años. 

Aunque sea de manera coyuntural, la ausencia del ocio normativizado, programado, la suspensión de la heteronomía en el ámbito del entretenimiento multitudinario es una situación inédita. Muchos estábamos deseando llegar a ella de un modo gradual, pero ha sobrevenido acompañada de un contexto eminentemente coactivo. Miedo al contagio, obligación de llevar mascarilla, distancia de seguridad, limitación de aforos o de movimientos…. Con estas restricciones, y en ausencia de válvulas para la expansión en masa, la naturaleza de cada uno emerge como buenamente puede. Es algo que no tendría por qué ser malo. Grandes talentos de la literatura, el arte o la política, como Nelson Mandela, George Orwell o Frida Kahlo, afloraron al amparo de convalecencias prolongadas por enfermedad o reclusiones de todo tipo. No habrían existido si sus vidas hubieran seguido la senda diseñada para una socialización convencional. ¿Se estarán desarrollando ahora, silenciosamente, personalidades extraordinarias que se habrían perdido de no darse la pandemia? No lo sabremos hasta pasado un tiempo, si el inminente Apocalipsis nos da el margen necesario.

De momento, y más que nunca, aquí cada uno es cada cual. En estas circunstancias los vecinos se ven abocados a una convivencia sin protocolo, sin modelos homologados, abandonados y perdidos en una sociedad abierta. Y entonces se pone de manifiesto que aquello que parecía unirnos, los rituales programados, en realidad nos ha ido desuniendo, porque sin liturgias tribales nuestra capacidad para relacionarnos responsable y respetuosamente se muestra muy escasa. Es algo que se hace especialmente patente en las urbanizaciones de casitas unifamiliares que circundan los pueblos de las áreas metropolitanas convertidos hoy en recónditos sagrarios donde se custodian las tradiciones. El hecho de que en estos pequeños infiernos haya un trozo de cielo abierto sobre cada uno ya lleva a muchos a actuar como si estuvieran en medio de la selva primigenia, y si algo queda claro aquí es que, a los humanos, la energía tiende a escapársenos mayormente por la boca y por cualquier otro apéndice susceptible de producir ruido. En estas zonas limítrofes con el espacio periurbano, el incremento, por parte de unos, de una indiferencia lacerante hacia todo aquello que queda fuera de su espacio personal, suscita, por parte de otros, una intolerancia reactiva que va almacenándose y cogiendo presión a cada día que pasa.

El tipo con el que compartes el patio de atrás, donde él se ha montado un chiringuito de playa, ha redoblado el número de paellas, tertulias y veladas dipsómanas hasta las tantas. Desde allí esparce en bucle y a los cuatro vientos los ecos de su existencia y repite hasta la saciedad sus chistes y sus opiniones políticas, una retahíla de consignas filtradas por la lente de aumento de sus complejos. Así es como acabas deseando que a un avión de carga se le escurra un piano y le caiga encima con poética precisión. Pero, como el piano no cae, buscas refugio al otro lado de la casa y tropiezas con la inclemente cháchara de la vecina, que tiene el sorprendente poder de atravesar el grueso tabique que os separa. Intentas leer, pero sus opiniones sobre el corte de pelo al soplete se entrecruzan con ese párrafo de Los dolores del mundo, de Schopenhauer, en el que te esfuerzas en concentrarte una y otra vez, y en tus neuronas se hace uno de esos líos que suele haber en el cajón donde guardas los cables y los cargadores de teléfono antiguos. Y así, mientras tratas inútilmente de dormir, en el tormentoso duermevela te deleitas imaginando que a esa cacatúa le arrancan la lengua con unas tenazas de herrador al rojo vivo, al son del Dies Irae en estricto gregoriano.

No se te ocurre salir al balcón, porque se ha convertido en un palco que da a la casa de enfrente. Allí se reúne un grupito de adolescentes de edad incierta que, al parecer, no necesitan dormir en absoluto. Han convertido esa casa en discoteca, sala de juegos y estruendoso templo de enigmáticos rituales iniciáticos. Desde allí reparten generosamente entre el vecindario sus risitas, sus grititos, su privativa jerga de estentóreas inflexiones, y, sobre todo, la tosca, mecánica, monocorde, martirizadora cadencia de la música que consumen o, más bien, les consume. Parece como si cualquier forma de vida que caiga en su radio de acción no tuviera otra misión que celebrar pasivamente su sarao, que se mezcla con el que montan otros que también se creen con el derecho a esparcir su alegría urbi et orbi: los que tienen hijos pequeños y los que tienen perros. Se trata de dos colectivos notoriamente sociopáticos que comparten oscuros y parecidos patrones de comportamiento. No por casualidad pasear niños y perros eran de las pocas razones por las que se podía salir de casa durante la cuarentena. De modo que hay ratos en que te parece vivir en una guardería y hay otros en que parece que te han encerrado en una perrera.

Los acabas maldiciendo a todos, así como a la gente que se habla gritos de un lado a otro de la calle, un antiguo vicio que se ha visto reforzado durante los meses de distanciamiento forzoso, o a los que simplemente pasan conversando, pero creen que su poder de convicción reside en la potencia con que pronuncian las palabras, no en el significado que estas tienen ni en la habilidad para combinarlas, algo que hacen de cualquier manera. Y maldices también al tío de la moto, al de la Black & Decker y al niño de la pelota (sí, Serrat, que deje de joder un rato, venga). Los maldices a todos mientras buscas infructuosamente dónde esconderte. Maldices a sus canes, a sus clones, su bricolaje, sus televisores permanentemente encendidos, su palabrería, su inexplicable e injustificadísimo exhibicionismo, esos relatos atestados de tópicos que se complacen en compartir contigo a voces, su horror vacui, su necesidad de rellenar con música formularia todos los huecos de su existencia. Comienzas a pensar que el mito de Sodoma y Gomorra lo inventó un vecino cabreado, lo adornó con la búsqueda de cincuenta hombres buenos que sabía que no iba a encontrar, y ya sabemos cómo acabó aquello, en una inmensa pira que puso fin a todas las barbacoas.

Nada de todo esto es nuevo ni extraordinario, pero hasta ayer mismo había una serie de actividades sancionadas por la autoridad que regulaban el uso de la energía humana no productiva. La gente tenía donde desbravarse y llegaba regularmente a casa desfogada, borracha, cansada, saturada de ruido y ahíta de alterne superficial con sus afines. Estos días no, estos días se aburre, se asoma al abismo de la existencia y hay incluso quien se descubre a sí mismo y se lleva un susto de muerte. Quizá ese es el origen de los alaridos esporádicos que surgen de los adosados a cualquier hora. Lo que podría ser una bendición, la cancelación de ritos y costumbres, celebraciones tradicionales, diversiones pueriles y espectáculos alienantes, como dure mucho puede derivar en una tragedia de proporciones bíblicas. Más vale que vuelvan pronto el fútbol, los toros en la calle, las fiestas en honor a San Roque, las romerías, los festivales, los quintos, las cenas de sobaquillo, los conciertos, las verbenas y los viajes de bajo coste a Praga o a las Cataratas del Iguazú, porque esta situación inopinada, que podría ser una oportunidad para rehacer las bases de nuestra convivencia, puede acabar convirtiéndose en el principio del fin de la civilización tal como la conocemos.

En septiembre haremos recuento de daños.

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No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.

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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.

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