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Sobre este blog

No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.

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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.

La pérdida del miedo

Tirs en la plaça Dam de Amsterdam - Wiel van der Randen, 1945. Collectie Spaarnestad.

Joan Dolç

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El titular dice: «El miedo es lo más preciado que he perdido en la guerra». El artículo, que se puede encontrar fácilmente en Internet, es una ración de propaganda, belicista más que bélica, de las muchas que últimamente nos suministran a diario. La frase es tan literaria (igual que el resto de la crónica, contaminada de arriba abajo de lírica envenenada) que uno no puede evitar la sospecha de que no es del supuesto recluta al que se le adjudica la autoría, sino que se la ha inventado el corresponsal frente al pupitre de su habitación de hotel, a medias con el whisky que tiene al lado del teclado. Puede que me equivoque, pero para el caso da igual. La declaración trasciende la espuria función para la que ha sido redactada y publicada. Rápidamente percibes que dice más de lo que pretende. Y no es solo sobre esa guerra. Reconoces el mundo que te rodea en esa pérdida del miedo a la que se refiere ese soldado arquetípico del que seguramente ya no volveremos a saber nada más. En él, en su desánimo, reconoces también el de tus conciudadanos. En general, sufrimos la pérdida de ese miedo «preciado», que es el que nos mantiene vivos, el que no paraliza, el que nos hace reaccionar frente al enemigo para intentar salvar el pellejo. Lo hemos perdido junto con la esperanza en el futuro, el deseo de cambiar el mundo, lo que antes se llamaba «hacer la revolución».

Lo que dijo Fredric Jameson como por casualidad, aquello de que es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo, ha hecho fortuna rápidamente. Hay pocos que no lo reconozcan como una verdad perturbadora, a pesar de que nunca como en estos últimos años el sistema económico-social en el que nos afanamos fue criticado tan abiertamente y de manera tan generalizada. Ante aquellos que ya estaban convencidos de que era intrínsecamente perverso, el capitalismo está mostrando toda su maldad potencial, y ante aquellos que confiaban y tal vez todavía confían en él, se está mostrando desesperantemente ineficaz. Y, sin embargo, para sustituir las viejas teorías revolucionarias que pretendían cambiar el mundo, tan desacreditadas a estas alturas por méritos propios y por una larga y persistente tarea de demolición, no aparece ningún nuevo plan que pueda considerarse radical. Las formulaciones que pretenden cumplir ese papel no son sino remedos del sistema vigente: capitalismo humanista, capitalismo consciente, capitalismo realista, capitalismo sostenible… recetas gatopardianas para que todo siga igual. Pero nada es nunca igual.

Aquello que se decía tiempo ha de las grandes metrópolis, esto es, que allí nadie importaba a nadie y nada llamaba la atención por doloroso o extravagante que fuera, se ha generalizado. Nos parecía que en esos sitios el individuo se perdía y la colectividad se disolvía. Cuando todavía éramos unos pueblerinos y los extraños nos saludábamos al cruzarnos por la calle, mientras que allí el simple contacto visual era y es considerado una agresión, decíamos que aquel comportamiento era el de una sociedad egoísta, insolidaria, «deshumanizada», y nos sentíamos felizmente lejanos. Pues bien, hace mucho que estamos en esas. Los demás nos importan tan poco como estamos convencidos de importarles nosotros a ellos. Vivimos aislados y a la defensiva, atrincherados cada uno en nuestra propia carcasa, haciendo frente a una nube de amenazas cotidianas más o menos manejables. De los problemas que hay más allá de esos pequeños desafíos nos hacemos los desentendidos, estamos convencidos de que no hay nada que hacer. Si acaso, esperar la llegada de algún cataclismo redentor, el reset al que nos ha acostumbrado el uso de los ordenadores, ese apagón milagroso que hará que cuando todo se encienda otra vez, los problemas hayan desaparecido y todo vuelva a funcionar como debería. No hay más que ver las expectativas que algunos tenían puestas en «la nueva normalidad» postpandémica, o en el regreso de la prosperidad tras la interminable crisis que nos mantiene postrados.

Nos ha atrapado el fatalismo, como a ese soldado que en el frente espera el tiro de gracia porque cree, no ya que es inevitable que llegue, sino que es lo único que lo puede sacar de allí. Hemos sustituido aquel miedo primario, aquel miedo «preciado» que era fuente de nuestro coraje, por un sinfín de pequeños temores que nos aturden y nos mantienen muy ocupados tratando de disiparlos, cada uno por nuestro lado. En ese sentido, es cierto que vivimos en una cultura del miedo, sí, pero del miedo estupidizante que nos impide acceder a otro sentimiento más poderoso. Estamos impregnados de un miedo pueril que enmascara lo realmente aterrador, que es nuestra absoluta pérdida de control sobre el futuro colectivo. Hay quienes se encargan de recordarnos a cada instante —recordarnos o hacernos creer—, desde todos los frentes y a todas horas, que hay problemas que nos sobrepasan, y también quienes nos ofrecen falsas soluciones que tarde o temprano —normalmente cada cuatro años— desembocan en decepción, nos sumen en un perpetuo desaliento, nos convierten en sumisa carne de cañón que ni siente ni padece y a la que le cuesta pensar más allá de ciertos límites. A los proyectistas de paraísos humanos, ya lo hemos dicho, o se les han acabado las ideas o no les escucha nadie. Y hemos perdido por el camino uno de los mecanismos básicos de la supervivencia. De manera que no es el miedo, es la resignación lo que nos impide salir de la zanja y luchar con algo de fe en la victoria, con la esperanza de sobrevivir, al menos.

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No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.

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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.

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