Ni casual, ni un hecho aislado
A veces cuesta creer lo que está pasando en Europa. Nuestra Europa. La tierra orgullosa de haber dado a luz los derechos fundamentales de las personas, es la tierra que hoy firma acuerdos con Estados fallidos como Libia, condenados una y otra vez por gravísimas violaciones de los derechos humanos, para que se ocupen por ella de reprimir a las personas migrantes y refugiadas que huyen de la pobreza, la violencia y el cambio climático generado en gran medida (sí, efectivamente) por… Europa.
En esta misma Europa de la que estamos hablando, que se jacta de tener las democracias y los sistemas de solidaridad más avanzados, se ha empezado a criminalizar a las ONG que ayudan a que esas personas refugiadas y migrantes a que no mueran ahogadas en su intento de cruzar el Mediterráneo. Lo hemos visto durante este año, y más este verano, con las acusaciones vertidas contra el buque Open Arms, con detenciones de activistas en Italia, con la paralización de los buques que ejercen las labores de salvamento…
La persecusión de las ONG que actúan en el Mediterráneo por motivos humanitarios no es casual. Vivimos un momento en el que, en los países democráticos, se están cuestionando los derechos humanos más básicos y, por supuesto, el derecho humanitario. Se hace con los hechos que acabamos de contar y también los discursos de odio impulsados por grandes líderes mundiales y pequeños líderes locales, via Twitter, con una enorme irresponsabilidad y con la intención de que veamos fantasmas donde nos los hay. De los casi 650.000 extranjeros que migraron a España el pasado año, el 91,2 % lo hicieron de forma legal. Los datos no mienten.
Y si no es casual, esa criminalización de las ONG tampoco es un hecho aislado, ni exclusivamente europeo. Se produce en todo el mundo, y tiene que ver, además de con intereses políticos, con la falta de respeto a las leyes humanitarias en países en conflicto, y con intereses económicos de poderosas empresas de los países empobrecidos (muchas de ellas españolas) que explotan recursos naturales como el petróleo o los recursos hídricos, o realizan grandes obras de infraestructuras en África, América Latina o Asia cometiendo con total impunidad todo tipo de abusos por los que aquí serían condenados.
Por dar solo alguna cifra: desde agosto de 2003, según datos que ha dado la ONU este mes de agosto por la celebración del Día Mundial de la Acción Humanitaria, más de 4.500 cooperantes han sido asesinados, heridos, detenidos, atacados o secuestrados mientras ejercían labores humanitarias. Esto es una media de cinco ataques a la semana. En Libia, precisamente, también este mes de agosto, cinco trabajadores fueron asesinados en un ataque con coche bomba.
Y no solo se persigue a las ONG que trabajan con personas refugiadas y migrantes, o en países donde existen emergencias humanitarias. En nuestro trabajo de cooperación con países empobrecidos nos encontramos demasiado a menudo con la persecución, detención y asesinato de defensores y defensoras de derechos humanos (y también periodistas, jueces o abogados) que trabajan por el derecho a la tierra, a recursos naturales básicos como el agua limpia, a la educación, la salud y la participación social y política en las comunidades empobrecidas. En países como Colombia, a pesar de la disminución de la violencia después del conflicto, el número de ataques contra las personas defensoras de los derechos humanos no deja de crecer: 460 fueron asesinadas solo en 2016. En Guatemala, entre 2017 y 2018 fueron asesinadas 39 personas defensoras de los derechos humanos, y hubo 900 ataques. Buena parte de estos ataques son, además, contra mujeres, que además, solo por serlo, sufren violencia sexual.
Todo esto ocurre porque muchas veces las ONGD somos testigos incómodos de los abusos que se cometen en estos países, y porque trabajamos junto a las comunidades en los países empobrecidos que quieren que se les reconozcan sus derechos básicos. Y hay gente a la que no le gusta eso. Esto, por cierto, no es “meterse en política” como afirman algunos pactos electorales firmados recientemente en nuestro país para frenar la actividad de las ONG que hacen algo más que caridad: se llama ejercer la democracia e impulsar el derecho a que todas las personas sean tenidas en cuenta cuando se toman decisiones que afectan a sus vidas. Sabemos que solo así se ataja la pobreza y la desigualdad extrema.
Por eso, queremos decir alto y claro que, si de verdad nos consideramos una sociedad democrática, no podemos consentir estas situaciones. Las ONGD seguimos y seguiremos trabajando en la defensa de los derechos humanos en los países en los que actuamos, pero también por su respeto aquí, en la Comunitat Valenciana y en España. Y lo que exigimos en todos los niveles políticos es que nuestros representantes actúen con responsabilidad y cumplan con su obligación legal, por los tratados y convenios internacionales suscritos, de respetar los derechos humanos universales, y el derecho internacional que establece la protección de las personas refugiadas y migrantes, de las personas que viven en países en conflicto y de los trabajadores humanitarios.
Esto se traduce, entre otras cosas: en el establecimiento de vías seguras para que las personas migrantes y refugiadas puedan ejercer su derecho humano fundamental a buscar una vida más digna y libre de persecución, y el cierre de los CIEs (los Centros de Internamiento de Emigrantes), incluido el de Zapadores en València, en los que se encuentran detenidas personas que no han cometido ningún delito, sólo por no tener los papeles en regla. También implica la protección y un apoyo político y social claro y efectivo a las personas defensoras de los derechos humanos, al menos en las regiones con los que tenemos relaciones prioritarias, como son América Latina, el Magreb y Oriente Próximo.
Y, por último, supone asumir una labor común y compartida si queremos poder mirarnos en el espejo cada mañana: la de combatir desde todas las instituciones y desde la sociedad el discurso de odio y de cuestionamiento de los derechos humanos que de forma interesada y orquestada avanza a nivel internacional pero también aquí, en nuestra tierra. Imprescindible, recuperar el valor de la solidaridad que nunca debimos perder, para volver a creer en nosotros mismos, para poder volver a creer en Europa.
Lourdes Mirón es presidenta de la Coordinadora Valenciana de ONGD.
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