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CV Opinión cintillo

El año del virus

Viajeros en el metro de València con mascarilla y guardando las distancias.

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Un siglo después de la gripe que mató entre 50 y 100 millones de personas cuando todavía no había concluido la carnicería de la Primera Guerra Mundial, nos hemos visto inmersos en otra gran pandemia. Este 2020 ha sido el “año del virus” y ha sacudido las estructuras sanitarias, económicas y gubernamentales de todos los países del planeta, pero también la condición humana y la resistencia de las sociedades.

Sirve de poco poner en su contexto histórico una pandemia como la de la COVID-19, pero no está de más. Como la de 1918, le han precedido otras grandes epidemias de alta mortalidad, la mayoría causadas también por virus aunque alguna fue originada por una bacteria. La peste negra mató en el siglo XIV a más de 75 millones de personas, la mitad de las que habitaban Europa. La viruela acabó solo en el siglo XX con 300 millones de personas en el mundo, el sarampión con 200 millones a lo largo del tiempo y el sida, que todavía está a la espera de una vacuna, se calcula que ha producido 36,7 millones de víctimas.

Si no fuera por el drama a gran escala que supone, en comparación, podría pensarse que estamos ante un fenómeno de menor envergadura, ya que el SARS-CoV-2 ha causado hasta ahora, con todas las precauciones sobre unas estadísticas que están en discusión y que aumentan cada día, 1,7 millones de víctimas en todo el mundo y ha infectado a 79 millones de personas.

Sin embargo, la facilidad del contagio y la velocidad de propagación debido a la interconexión planetaria que la globalización facilita han convertido esta pandemia en un tsunami sanitario de grandes proporciones. Es evidente, pese a las advertencias reiteradas de las organizaciones internacionales, que no estábamos preparados para hacerle frente. De ahí que la respuesta haya sido, lo sea todavía, un gran ensayo sobrevenido.

Que en estos últimos días del año, apenas diez meses después de que se declarase la máxima alerta, esté empezando la vacunación es una proeza inédita. Ha demostrado que la ciencia está en condiciones de hacer frente a enormes problemas. Pero la lucha contra la COVID-19 no ha hecho más que empezar porque, al tiempo que se combate la expansión del coronavirus, toca reconstruir todo lo que ha destruido. Y no será fácil, ya que no se trata de volver a levantar edificios e infraestructuras, sino de recomponer el tejido económico desgarrado por los confinamientos y las restricciones a que ha obligado.

Y también es la hora de algo más importante, de replantear nuestras prioridades. El distanciamiento físico al que han llevado las medidas sanitarias ha abierto brechas que no se cerrarán como si no hubiera pasado nada. La telecomunicación y el teletrabajo, la enseñanza virtual, el periodismo digital, la administración electrónica y el comercio por internet han adquirido impulso, con múltiples efectos sobre el funcionamiento anterior de nuestras sociedades. Las carencias de la producción estratégica imprescindible para emergencias de este tipo se han revelado como una consecuencia de la deslocalización industrial inducida por la globalización de la economía. Y los sistemas públicos de salud y de atención social, así como la investigación, se han resentido de una dotación insuficiente. Además, dado que se trata de un virus que llegó a los humanos desde los animales salvajes, la defensa del medio ambiente, la recuperación de la biodiversidad y la acción contra el cambio climático se han convertido en necesidades acuciantes de cara al futuro si queremos limitar las condiciones que favorecen los vectores de transmisión de patógenos.

La catástrofe sanitaria ha puesto a prueba a los gobiernos y a los políticos, ha obligado a dar pasos adelante en la colaboración internacional, la cogobernanza y el avance de estructuras como la Unión Europea. También ha revelado la indigencia de ciertos liderazgos basados en el resentimiento y la demagogia. Algunos líderes se han retratado en la gestión, o la falta de gestión, de la emergencia y se han acentuado con toda la obscenidad tristes discursos de odio e insolidaridad.

Para bien o para mal, el uso de la mascarilla y la prevención del contacto interpersonal han marcado el momento formativo de una generación. Se han puesto a prueba la convivencia y el civismo como pocas veces antes había ocurrido. Y de ello habrán de derivarse lecciones colectivas que permitan afrontar el aumento creciente de las desigualdades.

Ya advirtió Albert Camus en su libro La peste que los efectos de una pandemia no son solo biológicos, sino también morales. La sociedad postvirus aparece llena de retos e incertidumbres. No será un tiempo que permita acomodarse porque no se habrán acabado, ni mucho menos, los desafíos que nos amenacen como especie y nos obliguen a responder como civilización.

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