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La democracia y el síndrome de China

Xi y Putin en una imagen de archivo.
27 de agosto de 2022 22:03 h

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“La democracia está bajo amenaza en todo el mundo”, aseguraba hace unos días Max Fisher en The New York Times para mostrar que no solo en Estados Unidos sufren las instituciones democráticas una presión involucionista como la que suponen Donald Trump y la deriva del Partido Republicano que llevó al asalto al Capitolio en enero de 2021, cuando grupos extremistas intentaron impedir la investidura presidencial de Joe Biden. El periodista citaba una docena de países en los que un informe de V-Dem, instituto con sede en Suecia, alerta sobre una tendencia que “está afectando tanto a las democracias bien establecidas como a las endebles”. Kenia, Sri Lanka, Hungría, Brasil, Filipinas, India, Turquía, Polonia, El Salvador, Venezuela, la República Checa y Eslovenia integran la lista de casos de deslizamiento peligroso hacia la autocracia, según ese informe. Pero el fenómeno está presente en muchos otros países de la mano de una extrema derecha renovada que combina en diversas proporciones la fe en el capitalismo salvaje que predica el neoliberalismo más doctrinario, el desprecio a la verdad, un intenso conservadurismo moral y una actitud profundamente reaccionaria en términos identitarios.

La era de la globalización, con la intensificación del comercio mundial y la absoluta movilidad internacional del capital, ha favorecido a las empresas multinacionales, ha potenciado la deslocalización de industrias y actividades, deteriorando el diálogo social y la negociación colectiva, y ha debilitado el poder de los estados a la hora de establecer reglas. Como ha destacado Thomas Piketty en sus conocidos ensayos, pese al progreso económico, se ha disparado la desigualdad. Y la democracia, que experimentó en Europa un avance notable con las revoluciones en los países del Este tras la caída del comunismo en la Unión Soviética y una gran frustración con el fracaso general de la “primavera árabe”, se deteriora allí donde funciona debido al malestar y la ira de los gobernados y el oportunismo de ciertos políticos y gobernantes.

Es evidente que la mundialización de los mercados y las finanzas -el éxtasis del capitalismo financiero internacional, podríamos decir- no ha propiciado ni ha venido acompañada de una mundialización de los valores democráticos y de la libertad. Hace ya unos cuantos años, recuerdo haber escuchado a Josep Ramoneda plantear esa aprensión. “Confiamos en que la globalización hará que China se acerque a los parámetros democráticos de nuestras sociedades”, venía a decir. “¿Y si somos nosotros quienes nos acercamos a los de China?”.

No es gratuita la referencia al gigante asiático que, impulsado por el viento de la reforma y la apertura al exterior establecidas por Deng Xiaoping hace casi medio siglo para salir del caos heredado de Mao-Zedong, va camino de convertirse en la primera potencia mundial sin dejar de ser un régimen de partido único que ejerce un control social estricto (censura de la libertad de expresión incluida) y una represión sin complejos cuando lo considera necesario. El “pequeño timonel”, auténtico arquitecto de la China moderna, marcó también en eso el modelo con la masacre de las protestas de la plaza de Tiananmén. Progreso material y autoritarismo político. Ni Xi Jinping ni cualquier otro sucesor van a salirse de esa estela mientras la fórmula funcione.

Una película de principios de los años ochenta sobre la alerta de seguridad en una central nuclear, protagonizada por Jane Fonda, Jack Lemmon y Michael Douglas, llevaba por título El síndrome de China, que hace referencia a la hipótesis falaz de que si el núcleo de un reactor se fundiera en territorio estadounidense atravesaría el interior de la Tierra hasta llegar a la antípodas. Dejemos pasar el hecho de que China no se sitúa geográficamente en las antípodas de Estados Unidos, sino que lo hace el Océano Índico, porque lo está estratégicamente cada vez más. Y el “síndrome de China” geopolítico no es algo que se pueda ignorar.

Ucrania y Taiwán son dos luces rojas que hemos visto encenderse en los últimos meses en el tablero mundial. El zarpazo de Putin contra su vecino ucraniano, al frente de una Rusia que se desliza sin remedio hacia la autocracia, ha desbaratado la geopolítica europea de varias décadas y ha obligado a Occidente a reaccionar mientras el régimen de Pekín daba oxígeno al de Moscú. Por otra parte, las tensiones alrededor de Taiwán revelan un punto de cruda fricción en el pulso que las dos potencias sostienen en el Pacífico y Asia, pero también en el estratégico mercado tecnológico, dado el papel que la isla juega en la fabricación de microprocesadores electrónicos a escala mundial. Y aún así, en lo que se refiere a China: ¿Hemos olvidado por el camino el Tíbet y Hong Kong?

¿Estamos en condiciones de globalizar la democracia, como han propuesto algunos autores? Hoy por hoy resulta fácil contestar que no. ¿Podemos hacer frente a la ola de autoritarismo de carácter global? Tal vez. Sin embargo, desde el punto de vista de la izquierda, específicamente, el asunto plantea retos de primer orden. Uno de ellos es revisar ciertos tópicos pacifistas que se han fosilizado en la respuesta a todo conflicto, bélico o no, mediante la denuncia del cinismo inherente a la geopolítica de los estados, como si eso nos librara de cualquier responsabilidad. A menudo, esa postura asume un cinismo similar para justificar otra orientación. Quiero decir que, si asumimos que la democracia está bajo presión en el mundo y que se trata de una amenaza perentoria a la que hay que hacer frente, la defensa de valores democráticos no se puede relativizar en exceso. Otro de los retos tiene que ver con la recuperación de la iniciativa en el discurso político, y eso pasa por nombrar eficazmente las cosas. La utilización del término “populismo” para definir a las extremas derechas, los programas autoritarios, las dictaduras o los nuevos fascismos, diluye el problema de fondo, lo enmascara y es, en buena medida, un síntoma de debilidad en el debate público. Esta última cuestión se hace más llamativa cuando el mismo Biden se ha atrevido a calificar lo de Trump y sus seguidores como “semifascismo”.

En definitiva, no demos por sentada la democracia, un sistema de convivencia, por definición, imperfecto y en construcción. En la era de la transición ecológica y la lucha contra el cambio climático, minusvalorar su importancia es un lujo que tampoco nos podemos permitir.

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