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CV Opinión cintillo

Determinismo imposible

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La pandemia actual de COVID-19 invita a una reflexión sobre la capacidad que se le supone a la ciencia de crear concepciones consistentes acerca de la enfermedad. No olvidemos que cada una de las enfermedades se construye a partir de las regularidades que se manifiestan en forma de síntomas y de signos. Al relato del enfermo se suman los datos obtenidos mediante las exploraciones clínicas, los análisis de laboratorio y las técnicas diagnósticas de todo tipo. En definitiva, cada enfermedad se caracteriza por unas lesiones específicas y unas disfunciones orgánicas, por una causa que las provoca o una serie de factores causales, un curso o evolución y un pronóstico, que deriva del curso natural de la enfermedad o del éxito terapéutico. En esta selva de datos y señales, el médico se comporta como un hermeneuta que interpreta los signos y síntomas, identifica la enfermedad, evalúa el estado del paciente, plantea una indicación terapéutica y aventura un pronóstico. Este modelo se ajusta a la mayoría de enfermedades: las múltiples formas de cáncer, la tuberculosis, la sífilis o el infarto de miocardio.

Hay, sin embargo, ciertas formas de enfermar llamadas síndrome, que no entran cabalmente en la categoría de enfermedad, porque, aun presentado un conjunto de síntomas o signos regulares, se desconoce, sin embargo, cuál es la causa, o el conjunto de factores que concurren en producirla, o la evolución de la enfermedad.

Al explotar el brote de COVID -acrónimo de coronavirus disease-, de inmediato se identificó el agente causal, un coronavirus, el SARS-CoV-2, no muy distinto del que en 2003 provocó la pandemia de SARS (Severe Acute Respiratory Syndrome). Aunque su estructura genética del coronavirus SARS-CoV-2 se secuenció en apenas dos semanas, después hemos comprobado hasta qué punto el virus muestra una insólita capacidad de transformarse, engendrar mutaciones y cambios genéticos en su estructura para adaptarse mejor al huésped humano y escapar a las defensas de su sistema inmunitario.

El salto a la especie humana de enfermedades antes no nos afectaban y que proceden de animales, -es decir, zoonosis- implica un salto del virus de una especie a otra. Ese salto requiere una fuerte virulencia o capacidad de infectar, pero también se sustenta en la capacidad de mutar para adaptarse mejor al nuevo huésped y permanecer en él. Cuando estos días oímos hablar del número de mutaciones registradas en el coronavirus desde el inicio de la pandemia o cuando se habla de cepa china, cepa británica, brasileña o sudafricana, estamos hablando de variaciones de un virus que busca adaptarse mejor a los humanos para sobrevivir dentro de sus células. Esta capacidad de inducir variabilidad genética plantea un serio problema a nuestra racionalidad y al determinismo biológico. Y también el hecho de que la COVID-19 no provoque un cuadro clínico regular y constante, y claramente definible con lesiones y disfunciones específicas, un curso característico o unos signos constantes de enfermedad. En algunos pacientes vemos que la COVID-19 se comporta como una enfermedad asintomática, en otros presenta un cuadro leve pseudo-gripal, en otros casos provoca secuelas que duran meses, otros enfermos se ven afectados gravemente por una inflamación intensa y letal, a veces una neumonía bilateral, a veces una inflamación renal, mesentérica o incluso cerebral. No se manifiesta igual en niños que en ancianos, ni la respuesta inmunitaria es medible en términos de intensidad y duración. Por todo ello, desde una perspectiva puramente científica, la COVID-19 es un reto teórico, una forma de enfermar atípica, una territorio que, hoy por hoy, se escapa al análisis determinista de la ciencia.

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