Frente al lawfare: defender la democracia
El Estado de Derecho ha resultado una de las principales conquistas, en primer lugar, del pensamiento liberal más ilustrado frente a las arbitrariedades de una modernidad que se expresó en monarquías absolutistas o en rescoldos del peor vasallaje feudal inserto en las nuevas formas de Estado que se abrirían camino a partir del S. XV. Sin embargo, a medida que la historia ha dado muestras dialécticas de los usos arbitrarios por parte de las sucesivas élites que han dominado las estructuras de poder a lo largo de los últimos siglos, la necesidad de estabilizar la democracia y la protección social han convertido al Estado de Derecho en una herramienta necesaria para la acción sindical y la protección de los derechos laborales, sociales y económicos. No obstante, este objetivo está en serio riesgo en estos momentos.
Corren tiempos difíciles para aquellos que decidieron (o decidimos) dedicarnos al derecho por considerarlo una herramienta fundamental y necesaria para garantizar una sociedad justa. El problema no tiene que ver (o, al menos, no solo) con el hecho de que en innumerables ocasiones lo justo y lo legal no sean coincidentes: el problema tiene que ver con la inseguridad jurídica que, a nuestro padecer, se está produciendo en el desarrollo de la actividad de la administración de justicia. La lentitud del desarrollo de los procesos judiciales hace inviable la justicia como tal y determinadas actuaciones judiciales que podemos considerar “arbitrarias” nos alejan del concepto de justicia y también del Estado de Derecho.
Las estrategias prospectivas impulsadas desde ciertos tribunales y jueces se suman a decisiones disparatadas que tensionan las costuras procesales de la justicia, en una deriva que pretende hacer de la justicia, no un poder del Estado garantista o un servicio público de calidad, sino un contrapoder de las dinámicas de transformación social y política que se van definiendo, especialmente a lo largo de la última década.
Desde el punto de vista de la justicia como poder del Estado, observamos la alarmante politización del mismo, convirtiendo este entramado institucional en un actor político que aspira a jugar, no sólo un papel de veto ante las agendas progresistas, sino un rol de desprestigio hacia ciertos sectores que, a juicio de algunos jueces y magistrados, no merecen participar activamente del juego democrático y del uso de las normas y derechos de los cuales nos hemos dotado y de los que deberían ser garantes y no fiscalizadores.
El Estado de Derecho se fundamenta en la separación de poderes. La independencia del poder ejecutivo, el poder legislativo y el poder judicial es la base de esta efectiva separación de poderes, que requiere de los mecanismos de control establecidos entre ellos. Sin embargo, cuando el poder judicial impugna las decisiones de los otros dos poderes, el Estado de Derecho queda fracturado y debilitado, y sin Estado de Derecho la democracia se resquebraja. La impugnación por parte del poder judicial de decisiones políticas de calado está lejos de ser una anécdota, desvirtuando de esta manera la voluntad popular que emana de las urnas y creando una elevada desafección de la ciudadanía hacía la justicia: el 60% de los españoles tiene poca o ninguna confianza en los jueces[1].
Desde la perspectiva de la justicia como un servicio público, el escenario es desolador, y aunque, en cierto modo, es resultado de la falta de atención que el gobierno de los jueces presta al día a día de la justicia, debido a la distracción antidemocrática y a los juegos cortesanos en que han priorizado invertir el tiempo, lo cierto es que esta es la dimensión que más afecta a la ciudadanía. Y una justicia que es lenta y no llega, acaba siendo una mala justicia y, en sí, productora de injusticias.
Conscientes de que la justicia puede o debe ser fuente de garantías para una parte de la clase trabajadora que, con el concurso de sindicatos y abogados laboralistas, encuentra respuestas (aunque no siempre) a sus demandas, el sector más conservador de este país ha decidido llevar a una situación de asfixia a un sistema judicial (desde las altas instancias del poder judicial hasta el más recóndito recodo de la administración implantada en el territorio), como una pieza más en un proyecto global de desmantelamiento de la democracia. Es evidente que, tras casi cinco décadas desde la entrada en vigor de la Constitución Española, todavía quedan pendientes muchas reformas y avances en materia de calidad en la producción legislativa y en la mejora de las garantías reales para una tutela judicial efectiva, especialmente para las clases más expuestas a las injusticias.
En la última década, tanto a nivel autonómico como estatal, por primera vez se han conformado gobiernos de coalición con fuerzas políticas de izquierdas. Dicha realidad ha removido el tablero político constituyendo una amenaza para aquellos que, sin formar parte de los gobiernos, siempre han controlado el poder a través de muy diversas y variadas formas.
La política estatal se ha caracterizado durante décadas por gobiernos monocolor del PP y del PSOE que los poderes fácticos han podido tolerar con cierta conformidad. Los gobiernos en solitario del PSOE (especialmente en el período de Felipe González), que si bien en la etapa de José Luis Rodríguez Zapatero se diferenciaron de las políticas del PP sobre todo en avances de derechos civiles (aborto, matrimonio igualitario…), no supusieron una amenaza real para determinados privilegios económicos que limitan el desarrollo y el avance democrático.
Pero la entrada en los gobiernos de otras fuerzas políticas (como IU o EUPV, entre otras) con programas de cambio social sustanciales y propuestas reales de profundización democrática supusieron una amenaza para aquellos que desde la dictadura franquista habían visto blindados sus privilegios y estrategias de control sobre el poder político. Para ellos la democracia solo es útil y tolerable si sus beneficios económicos no corren peligro.
Hay múltiples formas de limitar la democracia y la falta de una adecuada separación de poderes es una de ellas, que se suma a la desvirtuación de los medios de comunicación. A las distintas estrategias de manipulación e intervención sobre el poder político cabe añadir la impugnación efectuada por parte del poder judicial respecto de los ámbitos democrático, como ha quedado constatado a través del Lawfare, mediante situaciones esperpénticas como el caso contra la mujer del Presidente del Gobierno, la última resolución judicial contra Mónica Oltra o los casos contra Podemos. Cabe añadir, además, el modo en que se han venido retorciendo las normas jurídicas para enmendar la voluntad política mayoritaria que aprueba una ley: todo ello con una impunidad que los sitúa por encima de la ley y del Estado de Derecho, mermando la democracia.
Corresponde, como siempre y, en consecuencia, defender la democracia, una vez más. Aunque llevamos décadas empujando para tener una democracia más amplia, somos conscientes de que los peligros reales son enormes y las resistencias se han hecho cada vez más evidentes ante la posibilidad de avances. Los sectores más conservadores continúan teniendo un gran poder y una representación elevada en el poder judicial. Cabe no olvidar que la mayoría de los miembros del Tribunal de Orden Público franquista, tras su disolución con la llegada de la democracia, pasaron a ser magistrados de la Audiencia Nacional o del Tribunal Supremo. No se puede decir que todas las élites de la judicatura fuesen “demócratas de toda la vida” … y de aquellos polvos estos lodos.
[1] Pinheiro, M. Sánchez, R. 24 de julio de 2024. El 60% de los españoles no confía en los jueces y cree que se instrumentaliza la justicia con fines políticos. ElDiario.es https://www.eldiario.es/politica/60-espanoles-no-confia-jueces-cree-instrumentaliza-justicia-fines-politicos_1_11458885.html
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