De Hearst a Musk: la manipulación de la empatía
¿Hay algo más inquietante que la posibilidad de que el horror que nos estremece y nos hace sentir empatía por ciertas víctimas de atrocidades pueda haber sido manipulado? Como si lo ocurrido realmente no fuera bastante terrible, las redes sociales se han llenado de falsificaciones aberrantes relacionadas con la masacre causada por la incursión de milicianos de Hamás en Israel y la brutal respuesta del ejército israelí contra los palestinos que viven en la franja de Gaza. Ya había ocurrido con la invasión de Ucrania por las tropas rusas de Vladímir Putin, pero da la impresión de que en cada estallido de violencia política, en cada guerra, la intoxicación de la opinión pública que irradia desde plataformas como X (la antigua Twitter) y Facebook escala algunos grados. Hasta el extremo de que la Comisión Europea ha decidido intervenir, advirtiendo de una astronómica sanción a Mark Zuckerberg, de Facebook, y especialmente a Elon Musk, de X, debido a que se está vulnerando con un alud de vídeos, imágenes y noticias falsas la regulación recogida en la muy reciente Ley de Servicios Digitales.
Resulta de lo más preocupante la actitud del multimillonario dueño de la antigua Twitter, entusiasta prescriptor él mismo de cuentas dedicadas a la difusión de bulos de extrema derecha, que ha propiciado una deriva de la plataforma hacia el caos y la desinformación desde que la compró hace apenas un año. La forma de actuar de este magnate se sitúa al final de un hilo que arrancó en las postrimerías del siglo XIX con el que se considera un gran salto en la historia de la propaganda, el de la Guerra de Cuba entre Estados Unidos y España, cuando surgieron a la vez la prensa de masas y el sensacionalismo. El uso de exageraciones, falsedades y mentiras para fomentar el apoyo de la opinión pública estadounidense a aquel arrebato bélico catalizado por el hundimiento del acorazado USS Maine, que practicaron figuras como William Randolph Hearst, lanzó entonces al galope la bestia del periodismo sensacionalista, que solo se ha logrado contener precariamente en el contraste deontológico con formas de periodismo más honesto y, ante los excesos muy graves, mediante las acciones legales que protegen los derechos de los ciudadanos en las sociedades democráticas (la cadena Fox, sin ir más lejos, tuvo que pagar hace unos meses 717 millones de dólares por difundir las mentiras trumpistas de fraude electoral).
La revolución digital ha desbaratado totalmente el instrumental democrático con el que se hizo frente durante el siglo XX a la falsificación de los acontecimientos orientada a objetivos políticos e ideológicos. Súbitamente, el engaño y la mentira han dejado de tener frenos, de experimentar contrapesos gracias paradójicamente a las virtudes de la nueva escena digital, un territorio de alcance global y estructura descentralizada completamente salvaje en el que es posible hacer el salvaje sin responsabilidades ni límites. Las grandes plataformas pretenden gozar, con su descomunal capacidad de difusión y su posición en el mercado casi monopolista, de impunidad ante las leyes que están obligados a cumplir los medios de comunicación convencionales en el ámbito de los estados en los que actúan. Las empresas que operan esas redes proclaman no ser responsables de los contenidos que difunden porque alegan no ser sus autoras, como si los algoritmos destinados a maximizar el negocio no aplicaran un sesgo determinado a la relevancia y selección de los mensajes. Eso tendrá que cambiar necesariamente si no queremos que colapse la mera posibilidad de establecer las verdades más básicas, los hechos más elementales sobre los que se sustentan el debate público y la convivencia civilizada.
De ahí la importancia de normas como las de la Unión Europea, que buscan superar con su ámbito continental de aplicación las dificultades que plantea la fragmentación de las legislaciones estatales. La Ley de Servicios Digitales pone acertadamente el foco sobre las grandes plataformas, aquellas cuyo alcance supera el 10% de la población de la Unión Europea. Les exige un control eficiente de potenciales abusos y promueve el papel de “alertadores fiables” contra los bulos o fake news, los discursos de odio y los contenidos ilícitos en línea. Resulta estratégico que la novísima normativa europea no devenga una mera declaración de intenciones ni un ejercicio de buena voluntad sin efectos prácticos. Es evidente que no producirá milagros, pero debe contribuir a configurar el instrumental democrático que sofoque el fanatismo y detenga esa trituradora de la información plural elaborada desde el respeto a la libertad y a ciertas reglas objetivas que ha emergido como un monstruo de la disrupción generada por el desarrollo de la tecnología digital, tan inspiradora y útil por otros muchos motivos.
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