Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.
El Poder no siempre está por encima del Derecho
El Tribunal Penal Internacional (TPI), operativo en La Haya desde 2002 con el deber de perseguir crímenes contra la humanidad, merece ser críticado. Constantemente denuncio que en La Haya se aplica la ley del embudo. Los autores poderosos de graves violaciones de derechos humanos rara vez se responsabilizan por sus acciones ante los tribunales. Normalmente quienes terminan en el banquillo de los acusados del TPI son peones sacrificados. Este es un pobre resultado, que incluso llega a ser peligroso para el funcionamiento y la credibilidad de un tribunal al que se atribuye vocación de universalidad.
Pero muchas veces esta crítica se vuelve banal y cínica. Los políticos reales, los Kissinger de este mundo, quienes de ninguna manera quieren situar la política internacional bajo el control del Derecho, se alegran de los problemas del TPI. Y aquellos izquierdistas que saben explicar el mundo tan bien que no les gustaría que pasase nada nuevo, siente que tienen razón cuando afirman que “el poder económico está por encima del Derecho, y ahí no hay escapatoria”. Pero, ¿tienen realmente razón? ¿y si la hubiera?
El mundo y las relaciones de poder son verdaderamente complejos. De entrada, resulta imposible prever cómo va a desarrollarse en el futuro esa justicia penal internacional; sobre todo, ante el TPI. Muchas cosas pueden pasar y muchos actores están involucrados. Así sucede, por ejemplo, en el caso del presidente sudanés Omar Al-Bashir, contra quien penden desde 2009 y 2010 dos órdenes de captura dictadas por el TPI. Este Tribunal, a diferencia de los tribunales penales estatales, no tiene una fuerza policial a su mando que pueda arrestar a sospechosos, sino que depende de la ayuda de los diferentes Estados, quienes a su vez tienen muchos intereses propios: económicos, militares y políticos. El interés respecto a la captura de Al-Bashir fue relativo. El presidente viajó sin ser molestado por la justicia a China o Turquía, países que no firmaron el Estatuto del TPI. Pero Al-Bashir también viajó a diferentes Estados africanos que sí firmaron este Estatuto, con lo que tenían la obligación de arrestarlo.
Tampoco en Sudáfrica, durante la cumbre de la Unión Africana en Johannesburgo el pasado fin de semana, le hubiese pasado nada de haberse seguido la voluntad de su jefe de Estado, Jacob Zuma. Pero una organización de derechos humanos puso la denuncia y la justicia sudafricana reaccionó rápidamente: un tribunal prohibió la salida del país a Al-Bashir. Ante tal tesitura, el Gobierno de Pretoria se impuso por encima de esta orden y permitió que el potentado sudanés saliese del país. Su avión estuvo prudentemente estacionado en una base militar, donde las autoridades civiles nunca hubiesen tenido acceso.
Obviamente de este hecho se puede extraer una común conclusión: en realidad el TPI no funciona y, en general, la justicia penal internacional solo lo hace cuando se trata de sospechosos africanos. Pero los citados sucesos también pueden leerse de otra forma: son los poderosos en África quienes señalan al tribunal de La Haya como una construcción neocolonial. Muchas organizaciones de derechos humanos, como los denunciantes de Sudáfrica, así como ese tribunal en Pretoria, consideran que en términos de derechos humanos la intervención del TPI es útil; especialmente, para agitar las cosas dentro del propio país. Por ello, juristas de Berlín, Londres o Nueva York estamos de acuerdo con nuestros colegas africanos: denunciamos la tortura estadounidense en Guantánamo y criticamos la impunidad de Donald Rumsfeld y otros, mientras abogados de Sudáfrica, Kenia y el Congo denuncian casos de violaciones de los derechos humanos en sus regiones. Porque por muy poderosos que se crean Omar Al-Bashir, Uhuru Kenyatta y Joseph Kabila, merecen ser llevados ante un tribunal. Quizá esta vez no funcionó, pero estuvo cerca. Lo seguiremos intentando.
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Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.