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Nota al pie

El amigo de Graves

Robert Graves

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La gente cree cosas raras. Eso es un hecho y, si les parece que la afirmación tiene poca enjundia, sólo hay que decorarla un poco; por ejemplo, achacando la perogrullada a un autor clásico con fama de superficial, como Agatón de Atenas. La invención de citas es un juego literario de lo más respetable –que desde luego no iniciaron Borges y Bioy Casares– y, además, Agatón ya es famoso por lo que otros autores escribieron sobre él; entre ellos, Aristófanes (en Las Tesmoforiantes), Platón (El banquete) y Aristóteles, quien le atribuye una máxima fácil de combinar con la afirmación propuesta: “Lo único probable es que a los mortales les suceden muchas cosas improbables” (Retórica). Y como les suceden muchas cosas improbables, acaban creyendo cosas raras, otro hecho difícilmente discutible.

Introducir algo falso en nuestra idea del mundo, de la realidad, de lo que se entiende por política o cultura es tan sencillo como tener la distribución necesaria; con ella, se puede vender que la luna es un rombo; sin ella, ni siquiera se puede vender el concepto “luna”. Los medios de comunicación llevan el asunto a uno de sus extremos más nocivos; pero, dejando a un lado ese tema, el ejemplo de Agatón no funcionaría nunca por tres razones: la primera, que la mayoría desconoce al ateniense, de quien por cierto sólo nos han llegado unos cuantos versos; la segunda, que la frasecita no contiene ninguna historia o lección útil y la tercera y más importante, que es aburrida, y los seres humanos no soportamos el aburrimiento. ¿Que la gente cree cosas raras? Ya ves tú. Esa noticia sólo despertaría nuestro interés si una mañana apareciera abriendo edición en todos los periódicos del mundo; y con toda seguridad, porque sería desconcertante que todos dijeran alguna verdad, aunque fuera de baratillo, al unísono.

Pues bien, a mediados de la década de 1960, Robert Graves dio un discurso en el Ateneo de Madrid que se publicó más tarde con el título de El fenómeno del turismo, y que se ha republicado a lo largo de los años en distintas ediciones de sus obras, desde Por qué vivo en Mallorca (donde aparece como “Posdata, 1965”) hasta Majorca Observed, fuente de las citas del final de este párrafo. El autor británico afincado en Deià fue de los primeros que alertaron sobre las consecuencias del turismo de masas, a pesar de que todo el país encajaba entonces en lo que le había dicho Gertrude Stein en 1929: “Mallorca es el paraíso, si es que puedes aguantarlo” (The years with Laura, de Richard Perceval); y, en una de las páginas del discurso en cuestión, Graves cuenta una anécdota sobre un amigo suyo –estadounidense él– que ejercía de guía profesional. El hombre estaba tan harto de las “constantes preguntas estúpidas” de los turistas que se alegraba si alguno se tiraba por la ventana, y lo único que le permitía soportar esa forma de vida era inventarse historias demenciales sobre la isla, que “los pobres cretinos” se tragaban “como champán”.

El problema de los cuentos que nos cuentan es que no hay avisos que puedan solventar nuestra ignorancia. Seguro que quien más y quien menos conoce esta frase de Sherlock Holmes en La diadema de berilos (Arthur Conan Doyle, claro), extendida por el Spock de la serie original de Star Trek: “Cuando se elimina lo imposible, lo que queda, por improbable que sea, debe ser la verdad”. Pero ¿qué es lo imposible, para empezar? Si el amigo de Graves hubiera dicho que los hambrientos tercios del IV conde de Puñonrostro derrotaron en el siglo XVI a una flota neerlandesa y que un destacamento de caballería de la I República francesa hizo lo propio con otra flota de la misma nación dos siglos después, no lo habrían creído; en cambio, a los turistas les parecía verosímil que Alfonso XIII hubiera abdicado en un garito de “estilo moro” de la carretera de Inca que pertenecía a “dos archiduques zaristas” y tenía a Greta Garbo de bailarina habitual. Sin criterio intelectual suficiente, es decir, sin esforzarnos por tener criterio, incluso el hielo –gran atascador de galeones y navíos de línea– puede parecer menos posible que una ocurrencia de folletín.

El día que lean estas líneas se habrán cumplido cuarenta años de la muerte de Robert Graves. Hasta hace un par de décadas, un aniversario similar habría provocado una catarata de informaciones al respecto; Graves y su casa de Deià no eran cualquier cosa, y no tanto porque la gente adorara al autor de Yo, Claudio como por lo que fue desde que decidió abandonar Inglaterra (Adiós a todo eso es tan buena explicación como lectura) y afincarse en un rincón de España, pegado al Mediterráneo de Los mitos griegos y del ataque a la cultura patriarcal de La diosa blanca: un símbolo de una Europa que ya estaba empezando a desaparecer cuando escribió Posdata, 1965, con la libertad y la creación artística como eje. Que él no abusara menos de los estereotipos que Starkie (Aventuras de un irlandés en España) o Brenan es otro asunto, y también lo es que contribuyera inadvertidamente –por el simple hecho de atraer tantas miradas– a un modelo de turismo que está destruyendo el mundo que amó. Tenía buenos amigos, capaces de afrontar el caos con cuentos de los que no hacen daño y, como dijo Borges en uno de sus Prólogos, fue “uno de los escritores más personales” del siglo XX. Razón de sobra para volver a leerlo.

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