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'La caza' y otros filmes en los que hay que matar y no precisamente para sobrevivir

'La caza' es una violenta fantasía de lucha de clases a la manera republicana

Ignasi Franch

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Las ficciones audiovisuales sobre la caza al ser humano han formado parte del audiovisual desde tiempos muy lejanos. Una de las más loadas se estrenó en 1932: El malvado Zaroff. Una concisa y enérgica ficción de serie B sobre un aristócrata huido de la Rusia zarista que usa una isla perdida como coto privado para perseguir a los náufragos a los que acoge en su mansión. Después de unos días de alimentación adecuada, para que la presa esté en buenas condiciones, llegaban las correrías.

El relato que dio origen al filme, titulado The most dangerous game, ha dado origen a decenas de versiones más o menos libres, en clave contemporánea, futurista o de época, orientadas a la acción o al terror. Alguna de ellas gozó de una cierta repercusión como, por ejemplo, Blanco humano. La dirigió John Woo y la protagonizó una estrella de los golpes fílmicos, Jean-Claude Van Damme, en sus años de gloria. Entre guiños a El malvado Zaroff, el filme amagaba una crítica a la fobia a las personas sin hogar que caracterizó el audiovisual reaganista de los años ochenta.

Blanco humano podía ser limitada y repetitiva, algo ridícula por esa tendencia del cine de acción de los noventa a enfrentar héroes casi invencibles con villanos tan ilimitadamente malvados que rozaban la caricatura. Con todo, sus responsables aportaban algún gesto de estilo visual e incluso un dardo que lleva al extremo los discursos liberales de mercantilización extrema de las vidas. El antagonista defendía la organización de asesinatos deportivos como una especie de avance en los derechos ciudadanos de quienes los pudiesen pagar: “Los hombres que matan para el gobierno lo hacen con impunidad, ahora ofrecemos lo mismo a ciudadanos privados como usted”, decía a un cliente.

Las películas sobre la eliminación de vidas de segunda categoría como práctica recreativa han tenido muchas otras plasmaciones. Hostel, por ejemplo, se alejaba del ámbito de la caza y nos hablaba de la compra de vidas convertidas en cuerpos que mutilar y asesinar en salas de tortura. La recientemente estrenada Las furias ensayaba una cierta reelaboración de la idea convencional de snuff movie: ya no se imaginan filmaciones de ejecuciones sino experimentos conductistas a vida o muerte con elementos reminiscentes de los juegos de rol o los videojuegos. Otra propuesta reciente, La casa del terror, trataba de una escape room que incluía amenazas muy reales.

Las furias parecía guiñar el ojo a los feminismos pop, mientras que La casa del terror seguía el esquema clásico de la chica superviviente del cine de maniacos y cuchilladas derivado de La noche de Halloween, Viernes 13 y demás. Ambas obras coincidían en un punto: la final girl termina su recorrido narrativo con unos disparos letales más bien innecesarios, más pertenecientes al ámbito del justicierismo que al de la autodefensa. No estamos ante un fenómeno nuevo: sin ir más lejos, la protagonista de Scream ya bordeaba el asesinato en el desenlace del primer filme de la saga. Pero sí parecería que las heroínas de ficción recientes son más proclives a reproducir el modelo del disparo final, innecesariamente letal, que ha caracterizado las aventuras de tantos héroes de acción masculinos.

Catarsis violentas para el 99%

Muchos creadores son perfectamente conscientes de los hilos psicológicos que pueden mover con sus relatos, de la gratificación que puede comportar la ejecución del monstruo. El co-guionista de Robocop, Michael Miner, hablaba de la muerte final de un alto ejecutivo corporativo a manos del ciberpolicia protagonista como un regalo, como un consuelo para los derrotados por las políticas económicas dominantes. Están vivos, de John Carpenter, también podía considerarse otra fantasía con componentes de revancha, donde las escapatorias fantásticas se combinaban con situaciones que apelaban más a la dura realidad del desempleo o del empleo que no saca de la pobreza.

En los últimos años, los creadores han concebido fantasías violentísimas alrededor de los recursos humanos (véase, por ejemplo, Exam), de la competitividad en el entorno de trabajo (The Belko experiment) y, en general, de una competitividad que alcanza muchos ámbitos de nuestras vidas. Y la industria del entretenimiento a veces nos quiere proporcionar una catarsis para nuestros posibles sentimientos de frustración como personas zarandeadas por la competitividad urbi et orbi y por la desigualdad socio-económica extrema.

En este punto, probablemente hay que hablar de La noche de las bestias. Esta saga ha aludido contundentemente a aquello que el economista Joseph Stiglitz denomina “la gran división”: un largo proceso histórico de acaparamiento de la riqueza mundial por parte de una minoría, preexistente a la crisis económica de 2008 pero más visible después de esta. La primera entrega de la serie nos trasladaba a un futuro cercano donde un nuevo gobierno estadounidense impulsaba una noche de purificación psicológica, espiritual, a través de la posibilidad de ejercer la violencia con impunidad.

De manera nada casual, un afroamericano supuestamente sin hogar era el objetivo de una caricatura hiperviolenta de los jóvenes halcones de la élite ultraderechista. La magnífica secuela del filme, Anarchy: la noche de las bestias, cambiaba el thriller de invasión doméstica por la acción itinerante con ecos del John Carpenter de 1997: Rescate en Nueva York. Y expandía ese universo de ficción al abundar en el componente socio-económico: la noche de la purga era una materialización encubierta de la fantasía elitista de control poblacional de las rentas bajas, conseguido a través de asesinatos más o menos planificados y envuelto de retórica nacionalista y religiosa.

Estas películas eran blockbusters a pequeña escala, de bajo coste, ideados para el disfrute y la gratificación de lo que Occupy Wall Street denominó el 99%. A pesar de que la segunda película jugueteaba con una insurgencia armada al estilo del Black Panther Party (eso sí: adaptada a los tiempos del hackeo y de la guerrilla comunicativa digital), ambas películas presentaban tramas donde sus protagonistas terminaban desechando la idea de la venganza letal por considerarla innecesaria y embrutecedora. La idea tenía sentido: si los Nuevos Padres Fundadores defendían interesadamente una visión oscurísima del ser humano como alguien que necesita explotar violentamente cada cierto tiempo, los personajes positivos del filme escapaban de ese pesimismo hobessiano (“el hombre es un lobo para el hombre”, etcétera) cuando conseguían asegurar su supervivencia.

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La productora de La noche de las bestias, Blumhouse, está también detrás de Déjame salir, otro hito del terror contemporáneo marcado por los guiños a causas como el antiracismo. Ahora llega a nuestras pantallas una nueva película del mismo sello: La caza, una farsa de acción violentísima que retoma la idea del humano desfavorecido como animal al que abatir. Después de un par de escenas introductorias, un grupo de personas secuestradas se encuentra en terreno desconocido, con algunas armas a disposición, y debe prepararse para ser atacado por un grupo de adinerados asesinos.

Comenzando por su campaña publicitaria, congelada en Estados Unidos tras dos asesinatos en masa cometidos en Ohio y Texas, La caza es un proyecto con ánimo provocador. Los guionistas Nick Cuse y Damon Lindelof parecen disfrutar dinamitando las expectativas de la audiencia con un inicio trepidante y de mortalidad elevada. De paso, también hacen volar por los aires algunos cuerpos y miembros humanos.

Lo que destaca de la propuesta, entre los salpicones de sangre y los estallidos de violencia contemplada desde una cómoda distancia de seguridad irónica, es el conflicto que plantea. El Hollywood mainstream ha tendido al discurso más o menos contrario a la administración Trump. Con excepciones puntuales como Richard Jewell o Rambo: Last blood, la defensa del presidente ha quedado en manos del audiovisual más firmemente alineado con la derecha religiosa. Inesperadamente, La caza es un ejemplo inusual de película con vocación comercial que asume (y no solo por las risas) parte del imaginario trumpiano.

El filme de Craig Zobel, que firmó la incomodísima y memorable película Compliance, parte del sesgado concepto trumpiano de guerra de clases. Deja fuera del cuadro a los magnates más o menos derechistas, y azuza el antagonismo entre la progresía adinerada cercana al Partido Demócrata y los estadounidenses empobrecidos que votan al actual magnate-presidente de su país. La 'élite progre', que cree en el cambio climático y usa el lenguaje inclusivo, odia tanto a los “deplorables” (la película toma prestada esta palabra de un desafortunado discurso de Hillary Clinton) que disfruta con el asesinato de estos.

Zobel y compañía pretenden advertirnos sobre los efectos erosionantes de una división social extrema, sobre la capacidad de las airadísimas redes sociales para generar un odio verbal que puede hacerse muy físico. Una broma o un malentendido puede tener consecuencias personales y laborales tremendas. El juego a contrapelo con las inercias de la misma Blumhouse, el ataque a la élite democrat y la aceptación de que también hay nadies derechistas, puede ser interesante en nuestro presente de burbujas comunicativas. Con todo, el tópico de “los extremos se tocan” sobrevuela el planteamiento, y el uso de un elenco rigurosamente binario de personajes, sin figuras que maticen los dos bloques, no facilita que se puedan extraer reflexiones de altura.

La caracterización de todos estos títeres de la narración es, además, muy esquemática y dificulta que la audiencia se implique emocionalmente con los acontecimientos. Otra provocación con ánimo de parábola política, Nación salvaje, complementaba el baño de sangre con algunas gotas de angustia, ira y decepción adolescente que podían parecer genuinas. La caza, en cambio, ofrece una escenificación de desenfreno que acaba asemejándose a una hoja de cálculo: solo el abigarrado inicio es susceptible de generar interés narrativo, solo el punto de partida que invierte inercias (la élite perseguidora representa a la izquierda política, mientras que las víctimas perseguidas representan a la derecha) puede inspirar fricciones y contradicciones ideológicas. Lo que viene después es moderadamente disfrutable, algo formulaico… y no sabemos si enconadamente centrista (sea lo que sea el centro político) o entregadamente trumpiano.

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