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'Henry: retrato de un asesino', 30 años asomándonos al abismo

"Henry: Retrato de un asesino"

John Tones

Se cumplen treinta años del estreno de una de las películas de horror puro (que, sin embargo, no es estrictamente una película de terror) más significativas e influyentes de las últimas décadas.

Henry: retrato de un asesino se estrenó en 1986 y no solo vamos a disfrutar de las inevitables celebraciones de aniversario (con, por ejemplo, una flamante remasterización para un oportuno relanzamiento en formato doméstico), sino que el paso del tiempo nos permite echar la vista atrás y reflexionar acerca de lo que la película supuso. No solo como filme, sino como plasmación de los asesinos en serie en la gran pantalla. ¿Cómo era el cine de serial killers antes de Henry? ¿Y después? ¿Qué tenía la película de McNaughton para cambiarlo todo?

De 'M, el vampiro de Dusseldorf' a 'La matanza de Texas'

El cine siempre ha estado fascinado por el crimen. Ya en 1903, el pionero Edwin S. Porter ambientó Asalto y robo de un tren en un atraco en el lejano Oeste. Se trata de una película rebosante de innovaciones en el campo de la edición y la ambientación, y que es recordada sobre todo por un plano de gran impacto: uno de los bandidos dispara a la cámara. Es decir, al público. Como interpelándole, “toda esta violencia, muerte y personajes desalmados te fascina, pero cuidado con asomarte demasiado al abismo”.

En el primer cuarto del siglo XX, el surgimiento del crimen organizado y la decepción de las clases medias y bajas con las políticas del gobierno de Estados Unidos, sumado al incremento de las tasas de crimen y la abundancia de inmigrantes buscándose la vida en entornos urbanos, dan pie a un florecimiento del cine negro que no solo se alinea con los paladines de la ley.

La bajísima popularidad de la Ley Seca, que criminalizó una afición compartida por un elevadísimo porcentaje de la población del país, hizo florecer la imagen del gángster, del criminal y el asesino urbano, como una especie de justiciero social, un Robin Hood del asfalto.

Scarface, el terror del hampa o Hampa dorada son películas en las que el criminal no solo no es considerado como el villano, sino que directamente es un antihéroe, y cuyo éxito puede que no sorprenda hoy: cineastas como Martin Scorsese (gran devorador del cine negro de la época) han popularizado la idea de que el criminal también puede ser alguien con quien empatizar. Pero por entonces, con una moral mucho más estricta que la de hoy, era inaudito y, en ciertos aspectos, un escándalo.

La llegada del cine de Alfred Hitchcock, psicologista y moviendo la ambientación de los bajos fondos al interior de la mente humana, sus contradicciones y sus anhelos y agarrando influencias que van del cine mudo expresionista alemán a las últimas tendencias en cine policiaco europeo, lo cambió todo.

El cine de suspense se plagó de falsos culpables y criminales con justificación, de hombres comunes abocados al delito por culpa de la obsesión, de mujeres de mil caras heredadas del noir, y de una confusión moral que estalló de forma definitiva con Psicosis, una película con psicópata que no es exactamente la primera película moderna de psicópatas, aunque sí es mucho más moderna que la mayoría de las que se mencionan en este artículo.

Pero antes de ella, en 1931 tenemos una producción que influyó de forma extraordinaria en el cine de Hitchcock y que, como Henry: retrato de un asesino, basa su historia en un criminal real: M, el vampiro de Dusseldorf, dirigida por Fritz Lang. Se trata de uno de los primeros retratos fidedignos de un sociópata en pantalla, por no hablar de que es uno de los primeros casos en los que un villano realista, creíble y genuinamente terrorífico es mostrado en pantalla sin necesidad de dotarle de características folletinescas.

Beckert, el asesino de niños interpretado por Peter Lorre, es un antecedente de Henry mucho más claro y menos melodramático que, por ejemplo, el Norman Bates de Psicosis: frío, demente, sin escrúpulos ni moral.

El género de psicópatas iniciado por la película de Lang encontró prolongación en los setenta, cuando el cine negro de los años anteriores se tropezó con el thriller y el género de denuncia. Cuando pasada la ingenuidad de los sesenta, el cine mainstream, inflado de autoría y temeridad, se atrevió a contemplar el lado más oscuro del alma humana.

Así surgieron películas que también podemos considerar esenciales para entender la figura del psicópata en pantalla, y buenos precedentes de lo que luego sería Henry: Retrato de un asesino. Algunas de esas películas podrían ser la sórdida y desconocida Deranged, un clásico de culto de serie Z inspirado en las andanzas del asesino real Ed Gein (también lejano inspirador de los psicópatas de Psicosis y La matanza de Texas) y cuya tranquila puesta en escena subraya lo grotesco del comportamiento de su necrofílico héroe.

O El héroe anda suelto, una metaficción de Peter Bogdanovich que mezcla a una vieja gloria del cine de terror y a un psicótico joven recién llegado de Vietnam que se sube a un campanario a disparar a gente al azar.

O Harry el sucio, que aunque asume los modos del thriller mainstream de los setenta, se basa en un asesino en serie real (y nunca encontrado), Zodiac, y supone la consagración, dentro del cine más popular, de los asesinos de comportamiento errático e impulsivo. Por supuesto, en este caso el espectador está del lado de la ley, pero no tardaría en surgir un subgénero del cine de terror que plantearía las cosas de otra forma.

Esa otra forma son los slashers, la avalancha de películas de asesinos nacidas del descomunal éxito de La noche de Halloween y La matanza de Texas y que, en el fondo, tienen poco que ver con Henry, aunque es imposible concebir la película de John McNaughton sin el caldo de cultivo que preparan esas películas.

Henry bebió de ellas el centrar la atención en el asesino antes que en las víctimas y la inspiración (levísima y sensacionalista casi siempre) en casos reales. Pero por otra parte, la mitificación del criminal que se hacía en películas como las secuelas de Halloween, Viernes, 13, The Burning o San Valentín sangriento, otorgando a los asesinos de características casi sobrenaturales, la distancia de una película con los pies tan pegados a la tierra como es Henry: Retrato de un asesino.

Algunas películas del subgénero slasher que se escapan de esta tendencia a la fantasía y la glamourización del asesino podrían ser la escabrosa Maniac, una producción de William Lustig tan demencialmente violenta que hasta el genio de los efectos especiales extremos Tom Savini tiene sus reparos con ella. Se anticipa a Henry en su visión de la ciudad como un campo de acción perfecto para un asesino que desea pasar desapercibido. O Terror al anochecer, un disparate de 1976 (la secuencia del trombón hay que verla para creerla) que, sin embargo, asienta muy bien la base realista de sus asesinatos con una narración seudodocumental y un asesino cuyos crímenes se inspiran levemente en los de Zodiac.

Así se retrata a un asesino

La dureza e inmediatez de las imágenes de Henry: Retrato de un asesino siguen siendo, hoy día, impactantes, amenazadoras y perturbadoras. Pero no es ni remotamente comparable a lo que supusieron en su día: la turbia historia del asesino real Henry Lee Lucas era demasiado para la gran pantalla, y los productores Malik B. Ali y Waleed B. Ali, así como el director John McNaughton, tuvieron que pelear salvajemente para que la película encontrara vías de distribución.

En realidad, el film no nació como una película de terror, sino como un documental acerca de la escena de la lucha libre del Chicago de los años 50. Pero los hermanos Ali iban a usar unas grabaciones de la época como punto de partida, y finalmente no pudieron conseguirlas. Decidieron encargar al director previsto, John McNaughton, una película de terror violenta y sangrienta, y le cedieron el presupuesto inicial del documental para ello: 110.000 dólares.

En solo 28 días de rodaje y en formato de 16 mm (algo inaudito en una película que aspira a estreno comercial, ya que los 16 mm están prácticamente limitados a producciones amateur) se adoptaron costumbres propias de películas estudiantiles: actores no profesionales interpretando múltiples papeles, atrezzo propiedad de actores y técnicos, viandantes que son realmente gente que pasaba por allí… Todo ello redundó en el aterrador tono casi documental que tiene la película y, paradójicamente, en el extremo realismo de las interpretaciones de los personajes secundarios, alejados de la afectación propia de los actores profesionales.

El tránsito de la película por festivales fue toda una odisea: se estrenó el 24 de septiembre de 1986 en el Festival Internacional de Cine de Chicago, pero no fue hasta que el popular crítico norteamericano Roger Ebert vio la película en 1989 que empezó a ganar cierta fama con el boca-oreja.

Pronto se encontraría, sin embargo, con el problema de las calificaciones por edades: la distribuidora Atlantic Entertainment quería estrenarla en salas, pero la junta de calificaciones por edades pretendía colgarle una X, lo que por entonces condenaba a una película al ostracismo y a perderse en salas donde solo se emitía pornografía.

El propio Ebert luchó en su momento para que, junto con películas hoy tan distinguidas (y, reconozcámoslo, inofensivas) como El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante, de Peter Greenaway y ¡Átame!, de Pedro Almodóvar, recibieran una calificación equivalente a “solo para adultos”, pero sin tener que condenar a esos filmes a la etiqueta de la pornografía.

Finalmente, esa etiqueta, lo que hoy se conoce como NC-17, llegaría en 1990 con Henry & June. En 1990 se estrenó finalmente el filme, recaudando varios cientos de veces su presupuesto. Para entonces, los rumores de que Henry era la película de terror más extrema de todos los tiempos se habían propagado como la gasolina.

Pero… ¿qué tiene de particular Henry: Retrato de un asesino? ¿Es para tanto? Aunque en términos de impacto directo la violencia del la película ha sido superada por producciones que hoy día no tienen problemas en ser estrenadas con calificaciones por edades mucho más permisivas, el visionado del film de McNaughton sigue siendo incómodo y perturbador.

La forma de retratar la violencia, sin estridencias pero en un ambiente histérico y que parece continuamente a punto de explotar entronca con las andanzas del Henry Lee Lucas real, que confesó literalmente miles de crímenes.

Como buen psicópata de libro, adoraba la atención, la admiración y el horror de quienes le rodeaban, así que muy inteligentemente se adjudicó casos sin resolver que la policía, deseosa de quitarse de encima un montón de asesinatos empantanados, le endilgó sin más comprobaciones.

Los expertos aseguran que el número de crímenes reales que cometió Henry Lee Lucas podría estar más bien entre las cuatro y las cuarenta víctimas, entre los años setenta y ochenta. Lucas fue acusado de 11 crímenes y condenado a cadena perpetua por solo uno de ellos.

La mente perturbada de Lucas se vio perfectamente plasmada en pantalla por el gran Michael Rooker, en un papel que no le convirtió en una estrella, pero sí en una presencia inquietante como eterno secundario de mirada aviesa y voz cavernosa, en películas que van desde Máximo riesgo a Guardianes de la galaxia, pasando por la televisiva The Walking Dead.

Posiblemente, su hipnótica presencia en pantalla le debe mucho a su técnica interpretativa: permanecía dentro del papel casi las 24 horas del día y a menudo sus compañeros no sabían si hablaban con Henry o con Michael. El resultado era tan inquietante que la mujer del actor se quedó embarazada durante el rodaje y no le dijo nada de su nuevo estado a su compañero hasta que este no se desembarazó definitivamente de la piel del asesino.

John McNaughton, director y coguionista de la cinta, no volvió a dirigir nada de tanto calado, aunque su filmografía posterior no está carente de momentos de interés: de la divertidísima epopeya splatter de serie Z Mutación asesina al whodunit sexy Juegos salvajes, pasando por la amable comedia de mafiosos enamorados La chica del gángster.

Quizá su película post-Henry más interesante sea Normal Life, una especie de Asesinos natos con menos fuegos artificiales y una frialdad expositiva en su retrato de un par de psicópatas enamorados que conecta con las peripecias de Henry Lee Lucas.

El legado de Henry

Henry: Retrato de un asesino se estrenó cuando el slasher se había replegado sobre sí mismo tras agotar la fórmula, y franquicias como Pesadilla en Elm Street o Viernes, 13 no solo habían explotado sus recursos iniciales, sino que se observaban a sí mismas recurriendo a la autoparodia o el autohomenaje, a veces con resultados tan interesantes como Pesadilla en Elm Street 4.

El impacto de la película de McNaughton en este contexto se sumó al de una producción infinitamente más popular y que marcaría de forma muy clara la cultura popular de principios de los noventa: El silencio de los corderos.

La oscarizada producción de Jonathan Demme, aunque carecía de la crudeza e inmediatez casi pornográficas de Henry, sí que contribuyó a popularizar la imagen de un psicópata frío y calculador, incapaz de sentir remordimientos y que se desembaraza de las vidas ajenas con una facilidad escalofriante.

De hecho, El silencio de los corderos sirve también como metarreflexión sobre el género. No en vano Buffalo Bill, el secuestrador que Hannibal Lecter y Clarice Starling colaboran para atrapar, es un asesino a la vieja usanza: teatrero, recargado, con disfraces, traumas y muy emocional. Lecter comparte con Henry su frialdad y apego a la violencia como forma de resolver todos sus problemas, pese a estar en las antípodas de Henry en términos mentales (Henry Lee Lucas, como Ed Gein, es prácticamente analfabeto y su cociente intelectual roza los límites de la normalidad; Lecter es refinado, cultísimo y superdotado).

Otra gran estrella de la psicopatía post-Henry es Patrick Bateman, inquietante protagonista de American Psycho, novela que Brett Easton Ellis publicó en 1991, quizás influido por el impacto de la película de McNaughton. La zambullida en las emociones, aparentemente arbitrarias, frívolas y desordenadas de un psicópata, tienen mucho en común con los impulsos que llevan a matar a Henry, al que un simple regateo por el precio de un televisor o una minúscula decepción en su relación con otras personas puede llevarle al homicidio.

La novela fue estupendamente adaptada al cine en el año 2000 por Mary Harron, que introdujo controvertidos aunque muy disfrutables toques de humor y reforzó los detalles que distancian a Bateman de Henry. El principal, su elevada extracción social, que aporta ribetes críticos a un retrato que, en el caso de Henry, es solo horror puro.

No fueron los únicos asesinos que deben su existencia a Henry: la década de los noventa y los primeros años del siglo XXI nos entregaron una glamurización del psicópata que, curiosamente –y aquí el éxito de American Psycho tuvo mucho que ver– identificaba al criminal con las clases altas o con jóvenes que se entregaban al homicidio como mera reacción a la apatía generacional.

Lejos quedaban los tiempos de un Henry semianalfabeto y atento a sus impulsos más pedrestres y esenciales. Puede entenderse esta nueva etapa del cine de psicópatas como una consecuencia de la glorificación que en los ochenta habíamos visto de los yuppies y los hombres de negocios. Dicho de otra manera: Wall Street es la precuela de American Psycho.

Los años noventa y subsiguientes, bañados en humor cínico, nos presentaron una serie de parajes mentales urbanos y desalmados que poco tenían que ver con los entornos rurales por los que se movía Ed Gein: la singular comedia negra Very Bad Things, la reflexiva y rarísima En compañía de hombres, la tremebunda comedia adolescente Escuela de jóvenes asesinos, casi contemporánea a Henry, las dos cimas del cine oscuro y desalmado Miami Blues y Malas influencias… Y más allá: ya en el nuevo siglo la japonesa, extrema e infernal Audition o buena parte del cine de Michael Haneke, Funny Games y El vídeo de Benny en cabeza.

Como una especie de macabro colofón, en los primeros años de la década de los dos mil se volvió a poner de moda otro tipo de película que inauguró Henry a su manera: las biografías de sociópatas. Dio el pistoletazo de salida Ed Gein, y completaron estos archivos del horror basados en hechos reales los que forman junto a Henry Lee Lucas y Gein el póker de superestrellas del crimen en serie: Ted Bundy y John Wayne Gacy, en sendas e inquietantes películas.

Películas que, sin embargo, rara vez consiguieron acercarse al impacto sordo, único y aún no igualado de una película de 1986 de presupuesto casi inexistente dirigida por John McNaughton.

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