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Quentin Tarantino y la idealización de un Hollywood convertido en cuento de hadas

Cliff Booth (Brad Pitt) se toma algo con su jefe y amigo Rick Dalton (Leonardo DiCaprio)

Francesc Miró

No es casualidad que Érase una vez en... Hollywood tenga nombre de cuento de hadas. La mayoría de mitos fundacionales, ya fuere por conveniencia o por descuido, se narran siempre en otro lugar y momento, porque el ser humano piensa y siente mejor en pretérito imperfecto o pluscuamperfecto.

“En aquel tiempo”, “Había una vez”, “Érase que se era”, “Hace mucho tiempo, en una galaxia muy, muy lejana”, “Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos”... Desde Aureliano Buendía frente al pelotón de fusilamiento, hasta aquel hidalgo que no quería acordarse del nombre de cierto lugar de La Mancha, la ficción se hace grande en el recuerdo. Porque lo relevante, lo realmente importante, siempre pasó ayer. No hoy, ni mañana. 

El pasado es el terreno en el que volcamos nuestras fabulaciones de más alta consideración, y Quentin Tarantino lo sabe. Por eso, su novena película es un monumento a su nostalgia. A la forma en la que él consumió cine, lo vivió y lo asimiló. A su forma de entenderlo y amarlo.

Ante la incertidumbre de qué será del cine de mañana, Tarantino opta por idealizar el pasado. Por convertir el convulso Hollywood de finales de los sesenta en el escenario de un cuento de hadas en el que todo es posible. Para bien y para mal.

Una película (y un director) entre dos épocas

En 1969, los caminos de tres personajes se cruzan de forma inesperada. Rick Dalton –Leonardo DiCaprio– es un actor en horas bajas que intenta ganarse la vida en una industria que le ha dejado de lado después de haber acariciado el estrellato con un papel protagónico en un western televisivo. Cliff Booth –Brad Pitt– es su doble de acción pero también su chófer, su chico de los recados, su mano derecha y, claro, su mejor amigo. Y Sharon Tate –Margot Robbie– es una estrella en ciernes que se acaba de mudar, junto a su marido Roman Polanski, a una mansión contigua a la de Dalton.

Ficción y realidad se dan la mano en Érase una vez en... Hollywood –en adelante Érase–. El mismo año en el que Tate es asesinada por cuatro secuaces de Charles Manson en el número 10050 de la calle Cielo Drive. También, una época en la que evidentes cambios en la industria se encuentran finiquitando sus cuentas pendientes con el Hollywood clásico y el Star System, para convertir la ciudad de las estrellas en algo muy distinto.

Esta transición pilla a traspiés a actores como Cliff Booth –personaje, este sí, ficticio–, que intentan encontrar no solo su lugar en el séptimo arte, sino en el mundo que les rodea, mediado por importantes cambios en la sensibilidad social. O, lo que es lo mismo, se apunta un tímido crepúsculo del héroe blanco heterosexual, que Tarantino aquí se encarga de idealizar: Cliff es todos los tipos duros a los que has visto empuñar una pistola, de John Wayne a Clint Eastwood, pero en horas bajas.

Esa ambivalencia de un momento entre dos eras, ambientada en un no-lugar de abundante cartón piedra como la llamada Hollywood, se capta magníficamente en un filme que atiende más al detalle que a la foto general, aunque aspire al retrato definitivo de un pasado idealizado. Porque Érase habla de unos personajes en tránsito con los que su director parece identificarse a capa y espada.

De tal manera que, en este cuento de hadas, se ofrece y se idealiza una mirada no exenta de discurso político en torno a la raza, el sexo y el género. Tarantino disfruta de hacer chistes machistas de hombres que matan a sus mujeres, o de mexicanos machos –“nunca llores delante de un mexicano”, reza uno de los mandamientos del personaje de Brad Pitt–. Ni pierde un minuto para ridiculizar al único personaje racializado del metraje: el Bruce Lee al que da vida Mike Moh, que aparece para ser apaleado y humillado –¡ojo!–, delante de una mujer.

Y todo sin olvidar sexualizar a su personaje femenino principal –un debate que alcanza toda su filmografía–, a través de una mirada que prefiere retratar cuerpo antes que persona, estetizar antes que empatizar. Por mucho que Margot Robbie intente defender un papel escrito más para ser visto que interpretado. Cuando no, haciéndolas quedar como histéricas o cargas que el hombre debe sobrellevar –Francesca, la esposa italiana de Rick a quien da vida Lorenza Izzo, es un personaje especialmente conflictivo en este sentido–, o bien atractivos cuerpos dispuestos para seducir sin más desarrollo ni hondura que su propia sexualidad –la hippie a la que interpreta Margaret Qualley, llamada Pussycat–.

Tarantino recuerda sus días de cinéfilo empedernido como el espectador –especialmente si es un hombre–, recuerda su viaje de graduación o su primer amor: falseando la historia y dulcificando la realidad en pos de su lectura nostálgica de los hechos. Imagina un Hollywood en el que le hubiese gustado desarrollar toda su carrera. Y eso no tiene nada de malo, porque el cine es su patria y la ama con todas sus imperfecciones.

Pero bien sabemos que el buen patriota tiende a romantizar cualquier relato que legitime o ensalce a sus héroes. Y los de Tarantino quedan claros en este filme. “Todo lo que amamos, se convierte en ficción”, decía Amélie Nothomb. Bien, imaginen lo que un fetichista como Tarantino es capaz de hacer con lo que ama.

El arte como revancha

Esta no es la historia de Hollywood, sino la de Tarantino mirando una etapa de cambio en el cine e intentando comprenderla. Reflejo tal vez de los cambios que han acontecido ante los ojos del realizador en la industria del entretenimiento los últimos años –¿#MeToo inclusive?–.

Por eso, quizás el principal problema de Tarantino o, mejor dicho, el de Érase, sea precisamente la ambivalencia que se puede aprehender de su lectura. Puesto que, detrás de los tratamientos de personajes comentados, subyace un amable tono de buddy film que puede ser leído con ánimo conciliador –esta podría ser solo una historia de dos buenos amigos que aprender a amarse a pesar de la toxicidad de su masculinidad–.

Amén de que en tiempos en los que vuelven a azuzarse productos artísticos como responsables de masacres reales, Tarantino ofrece su película menos violenta en años –aunque sí tenga un estallido obvio–. Si bien viene acompañada de un dispositivo formal menos brillante de lo esperado y menos genial en el proceso de escritura.

Es difícil aventurar si el realizador de Knoxville comprende los cambios de sensibilidad que se han dado en la industria en los últimos tiempos –como Rick Dalton intenta comprender los de su entorno–, porque Érase pondera algo que su director lleva defendiendo desde hace años: el cine, la ficción, es para él una herramienta de reinterpretación de la historia. Sirve para salvarla de los pecados cometidos por todo lo que no es ficción. La creatividad es el terreno fértil de la redención y el espacio de verdadera libertad. El mundo en el que podemos imaginar una revancha.

Pero ni siquiera esto es algo realmente rupturista en su carrera. Érase es más bien una consecución natural de su cine, que ha retratado con anterioridad a la mujer vengándose del hombre que la ha maltratado, al esclavo vengándose de sus captores y opresores, al judío viendo arder a Hitler...

La apuesta siempre es la misma: el cine como fantasía y no como reflejo de la realidad. Como terreno para desmentir o contradecir relatos comunes, y no como herramienta para comprenderlos mejor. Nada de malo hay esto, pero tampoco nada especialmente original. Tarantino cree que el cine nos salva y puede que, en su caso, parezca cierto. Esperemos que su décima película tenga la respuesta definitiva.

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