Cinco cómics para sobrellevar el invierno
Si atendemos a la proporción de lo que se publica, tebeos buenos no hay tantos. Apenas media docena de altura al año y con mucha suerte una obra maestra cada bisiesto. Lo corriente es un puñado de títulos entretenidos cada temporada, que es bastante, y toneladas de morralla prescindible. Ahí entra la prescripción del crítico, un señor muy triste al que buscando un restaurante exquisito se le hace tarde y acaba comiendo siempre en McDonald's, en todos los McDonald's del mundo, tragando una cantidad de basura que no está escrita y en ocasiones ni dibujada. Tebeos buenos, en fin, hay tan pocos como de todo, pero existen.
DESDE LA TINIEBLA
Abrimos, si no con una obra maestra, con algo que se le parece mucho. Viene firmado por Osamu Tezuka, nombre fundamental en la historia del manga, uno de los autores más productivos del mundo y todo un precursor a la hora de modelar géneros, acuñar estilemas que acabarían siendo patrimonio y crear recursos narrativos de los que todavía beben el cómic e incluso el cine actual. Un narrador enorme.
Alabaster (Astiberri), que dibujó a principios de los años setenta de manera seriada, cuenta la historia de un misántropo radical, un atleta negro que tras fracasar en el amor se hace con una fórmula para la invisibilidad y se dispone, acompañado de una muchacha de carga genética maldita, a llevar a cabo lo que será su desafío: implantar la fealdad y el horror como patrón de belleza mundial.
Resumido así suena psicotrónico, pero cualquiera que haya leído a Tezuka sabe que su talento se conduce siempre hacia lo inesperado y que va a ingeniárselas, mientras nos relata una aventura fabulosa, para poner en juego temas de gravedad como el racismo, la venganza o el sinfín de ambigüedades que nos constituyen, todo entreverado con comentarios sobre el arte degenerado o los cánones de belleza.
Así ocurre en Alabaster, que a lo largo de sus casi quinientas páginas ágiles como relámpagos se da a las digresiones extrañas y caprichosas que sólo el manga sabe permitirse sin perder comba. El resultado es una lectura macabra y sentimental capaz de afligirnos un poco, lo justo, a la vez que nos restituye aquel sentido de la maravilla que empezaba a preocuparnos porque no siempre que se le convoca llega a comparecer.
MATAR O NO MATAR
En la misma liga existencial, aunque muy alejados en formas, se manejan el dibujante y el guionista de Yo, asesino (Norma), una obra muy en la tradición de ambos autores: Keko, siempre asociado a las atmósferas negras y escultóricas desde sus inicios en la revista Madriz, y Antonio Altarriba, hoy conocido por el guión de El arte de volar pero antes practicante de la literatura erótica e incluso adaptador al cómic de filosofías paradojales como la de Georges Bataille.
Yo, asesino es el retrato de un profesor de Historia del Arte en la Universidad del País Vasco que en sus ratos libres mata con ánimo artístico. Se trata de un cómic de serie negra, próximo al terror y con vapores de ensayo, que parece ir a coagularse un poco en su didáctica del arte de la crueldad, ya muy sabida, pero que avanza sin complejos y cuaja en un discurso preciso acerca de la utilidad del arte como refugio y canal.
En sus páginas se deslizan anotaciones éticas y estéticas que defienden el arte como infracción frente a la observación de la norma, representada por la complacencia y la mediocridad que reina en el ámbito académico. Keko, glorioso, incorpora un completo aparato referencial sobre el que se erige la tesis de Altarriba, y ambos autores convienen que matar por nada, por placer, tendría más sentido que hacerlo por naderías como la patria, cualquiera de ellas.
Yo, asesino, que se publicó primero en Francia para eludir los limosneos del sector español y que está siendo muy celebrado por la crítica vecina, es un cómic carnal, excitante, pacifista y civilizado que se lee como bálsamo al horror que suponen estos tiempos de tenaza, donde el broche lo acaba de poner nuestro gobierno depredador promoviendo nuevas leyes para coartar la representación, una medida obscena de la que sólo autores como Keko y Altarriba, con su talento y dignidad, pueden salvarnos.
ARRIBA ESPAÑA
Nosotros llegamos primero (Autsaider Cómics)
En España, la expresión “vientos de cambio” siempre fue y será eufemismo de “pedorreta”, pero el ánimo es el ánimo y la intención es lo que cuenta. En mitad de una noche de diciembre de 1961, Francisco Franco se despertó con la determinación de plantar la rojigualda en la luna. Si los americanos tenían el Apolo, aquí íbamos a tener el Carmen Polo, un cohete facturado en los cuarteles de la Pegaso que iba a protagonizar la misión llamada Alzamiento lunar, financiada por la asociación de empresarios alemanes de Mallorca y comandada por el coronel de la fuerza aérea Roberto Buitrago.
Todo esto es real como la vida misma y así se narra en Nosotros llegamos primero (Autsaider Cómics), un álbum donde Furillo, veterano de la irreverencia curtido en las páginas del fanzine TMEO, nos desgrana los pormenores de una trama próxima a El planeta de los simios pero con códigos de españolada; esto es: tetas, coñac, miserabilismo y cachondeo. Mucho más allá de la sal gorda, Nosotros llegamos primero recuerda en sus modales a las sobradas de aquella “línea chunga” que lideraron algunos dibujantes de la añorada revista El Víbora, visionarios y cronistas de un país perseverante en la desidia y condenado a vagar eternamente en una orbita estacionaria. Mucha risa y mucha pena.
LA CUESTIÓN POÉTICA
Quartznaut (Dehavilland Ediciones) y Arsène Schrauwen (Fulgencio Pimentel)
Que un tebeo esté protagonizado por animalitos no lo hace privativo de un público infantil. Esto es una cualidad, tomada de la mitología y las fábulas, que sólo el cómic y los dibujos animados han sabido sostener como ventaja frente a otras formas narrativas.
Álex Red presenta en Quartznaut (Dehavilland Ediciones) a Ponchi, un perrito pigmeo aficionado al rock progresivo, sonido que suele adquirir en su formato original de vinilo y luego transforma en archivos wav a 32 bit y 192 khz. El chucho en cuestión es el eje de un multiverso de frecuencias párvulas, muy afectado por los videojuegos, donde puede ocurrir de todo por concatenación aleatoria.
No hablamos, en esta ocasión, de un cómic infantil, pero tampoco lo hacemos de uno adulto sino de uno de entretiempo, primoroso en lo gráfico y fulgurante en el colorín, que se derrama en sí mismo y enarbola la máxima de la fantasía por la fantasía.
Palabras mayores, y toda una sorpresa del cómic independiente sea eso lo que pueda ser, está resultando Arsène Schrauwen (Fulgencio Pimentel), la biografía en viñetas que el belga Olivier Schrauwen está desgranando de su abuelo. De la figura de su abuelo, mejor, porque como autor lo suplanta y lo lleva a parajes recalentados, de una soledad climática entre la saudade y la alucinación.
La trilogía, de la se han publicado hasta el momento dos volúmenes, es un relato iniciático que recorre el Imperio colonial belga e implica romances, insectos, parentelas estrambóticas y proyectos arquitectónicos que parecen sacados de una novela de Thomas Bernhard. Transcurre, gaseoso y todo él misterio exótico, minado de un humor atrapado en ámbar, y se resume como uno de los tebeos más fascinantes del curso.
No hay más que decir, hay que leerlo. Tebeos buenos, en fin, hay unos cuantos. Andando a la librería.