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'Intrusos': no hay nada más triste que lo nuestro

Una de las viñetas de 'Intrusos', la última antología de Adrian Tomine

Rubén Lardín

Hablar de Adrian Tomine es evocar un tono muy preciso, un clima particular y el sabor inconfundible entre lo exótico y lo familiar, siempre impúdico, del fruto un poco milenario. Norteamericano de ascendencia japonesa, Tomine fue el último niño prodigio del cómic independiente antes de la expansión de la novela gráfica, cuando en los primeros años 90 se dio a conocer con historietas entre el slice of life, que era una cosa que entonces se decía mucho por decir algo, y la observación entomológica en formato breve.

Las entregas de su revista Optic Nerve, que empezó a autoeditarse siendo todavía adolescente, fueron muy celebradas por un lector de tebeos de camino a la madurez y promovieron, tal vez por su afinidad con algún timbre asiático, el acercamiento al cómic adulto de un nuevo lector que crecía al amparo del manga.

Su última antología, Intrusos, llega estos días a las librerías de la mano de Sapristi Cómic para sumarse a títulos como Rubia de verano, Sonámbulo o Shortcomings y lleva unas cubiertas despojadas, puro paisaje solitario donde nadie apela al lector para que este vuelva a sentirse libre y autorizado al voyeurismo frente a la minúscula pero insondable pecera humana.

Juego de peones

A Adrian Tomine (Sacramento, 1974) se le suele comparar con Raymond Carver y por extensión con Robert Altman, aunque a este último no llega a parecerse tanto como por ejemplo a Edward Hopper, con quien comparte modales a la hora de plasmar la desorientación del urbanita contemporáneo. Para explicar su trabajo se cita a menudo a Daniel Clowes y a Chris Ware, de quienes ciertamente es monaguillo, y aunque su rango de frecuencias y la resonancia de su trabajo son menores, con ambos guarda una retirada y la mención de dar una idea muy aproximada de su estilo.

Tomine es un cazador de rasgos, rutinas y conductas. No es raro que la inercia estúpida de un personaje o una delación automática de humanidad atrapada en sus viñetas nos haga intuir el reflejo exacto de quiénes somos. Su coto es el costumbrismo radical y sus presas son las omisiones, esos instantes que todos hemos conocido pero que a veces no llegamos a advertir más que en sus consecuencias.

Para fundar esa poética suya de lo desapercibido, algo que puede apreciarse muy bien en sus portadas para The New Yorker, Tomine suele poner el foco sobre la pareja al fondo del vagón todas las mañanas, sobre la muchacha algo impávida de la tienda de conveniencia o sobre la vida privada del tercer violín de una orquesta sinfónica, un individuo que al fin y al cabo habrá entregado todo lo que tenía para dar siendo parte del colectivo, sobre las tablas. En la representación.

La materia prima del autor, en fin, son las migajas y los secundarios un poco en babia. Nosotros mismos, sin ir más lejos, cuando en un momento de revelación nos sentimos extraños en nuestra propia circunstancia. Su temario es recurrente: la incomunicación, la alienación que nos constituye, el uso y el abuso a que nos sometemos entre semejantes, lo frágiles que somos todos y las malas posturas frente a la semana por delante, que por si fuera poco es siempre la misma y es una detrás de otra.

Tus zonas erróneas

Los protagonistas de Intrusos (Killing and Dying en su título original) son un jardinero de mediana edad que entra en vena creativa y pretende vender una lamentable idea que él llama hortiescultura, una universitaria que pese a su perfil bajo se percibe centro de atención y que va a entender las razones cuando descubra su extraordinario parecido físico con una actriz porno o una voz femenina que en ocho páginas desiertas nos resumirá el arco vital de una decisión que nunca fue tomada.

Hay más: la tragicomedia de una muchacha que quiere dedicarse a los monólogos mientras en su seno familiar brota el drama del cáncer; la relación, en la historia más patética del volumen, entre un hombre y una mujer que se conocen en una reunión de ex alcohólicos, o el tiempo detenido y violado en la historieta que da título al álbum, un pellizco de thriller dedicado con todo el sentido a la memoria del maestro del gekiga (el manga adulto) fallecido hace ahora un año y todavía no llorado lo suficiente: Yoshihiro Tatsumi.

La media docena de historietas con que Tomine arma su nuevo mosaico mantienen la voz melancólica de un dibujante algo distanciado de su afectación juvenil pero todavía afiliado a la primera división de los intensos, territorio donde no pierde pegada. Sus nuevos relatos se siguen pretendiendo quirúrgicos, parecen rescatados tal cual de la memoria y emanan ese aire característico de naturaleza muerta capaz no solo de embriagar al lector habituado sino de atraer también a eventuales que busquen despabilarse en un autor que nos señala dónde mirar, que con su talento nos evita el trago del juicio y que nos va a devolver siempre a nuestra realidad con algo aprendido o por lo menos un poco más meditado. Porque Intrusos es uno de esos libros que nos recuerdan que las respuestas, de haberlas, se agazapan en el punto ciego del retrovisor. Que es en lo que no se dice, si ponemos oído, donde todo se estará explicando.

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